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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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David Bowie en el Tíbet

La atracción por el budismo del hombre de las mil caras. Y la leyenda de la visita de Jesucristo a Nepal

Diego A. Manrique
David Bowie actuando en el Tíbet en 2004.
David Bowie actuando en el Tíbet en 2004.

De rebote, una novela me lleva a explorar una faceta poco difundida de David Bowie: su simpatía por la causa tibetana. Muchos creyeron que simplemente agitaba un estandarte de moda, en la estela de aquellos conciertos proindependencia del Tíbet que organizaron los Beastie Boys. Su compromiso fue más profundo: en 1997, David publicó el tema Seven Years In Tibet. Incluso grabó una versión en mandarín; radiada insistentemente en Hong Kong, antes de que el enclave se reincorporara a China, y con mala pronunciación.

Portada del disco de Bowie.
Portada del disco de Bowie.

No estamos ante un himno para las barricadas: recoge los últimos pensamientos de un monje tibetano, disparado por soldados chinos. En realidad, la simpatía de Bowie por el budismo venía de los años 60, tras devorar los textos de Jack Kerouac y otros autores beat. Le pegó fuerte el libro Siete años en el Tíbet, del nazi Heinrich Harrer. Pensó en retirarse a un monasterio budista pero le disuadió su amigo Chime Rinpoche, refugiado tibetano en Londres. En su primer LP (1967) incluyó Silly Boy Blue, sobre un aprendiz de lama.

Mi curiosidad parte de The Secret Books, novela de Marcel Theroux (el hijo de Paul Theroux, que precisamente recorrió China para uno de sus libros de viaje). El protagonista es Nicolas Notovitch, el aventurero ruso que firmó en 1894 La vida desconocida de Jesucristo. Aseguraba Notovitch que, estando convaleciente en el monasterio de Hemis, leyó un códice que narraba la vida de un hombre santo, Issa, identificable como Jesucristo. Explicaba sus años de invisibilidad: como los futuros hippies, había visitado el Tíbet buscando alimento espiritual. Tras traducirlo, lo publicó cuando volvió a Europa.

El libro deslumbró a medios como el New York Times. Hoy, claro, hubiéramos olfateado allí un hoax, un camelo. Como tal fue denunciado poco después, cuando un profesor inglés llegó hasta Hemis y comprobó que allí nada sabían del ruso o del manuscrito. Sin embargo, indaguen en Google: hay toda una industria editorial alrededor del Jesucristo peregrino que —supuestamente, entre los 13 y los 25 años— llegó al Indostán.

Marcel Theroux asume que Notovitch era un trapisondista, un estafador. Ha localizado documentos de funcionarios británicos que le trataron con desconfianza (Rusia y Reino Unido, recuerden, aspiraban al control de Asia Central). También tiene pruebas de que Notovitch vivía en París en 1939.

Dado que era de ascendencia judía, pintaban bastos para aquel embaucador. La pirueta de Theroux consiste en atribuirle una pizca de motivos nobles. En su imaginativo Evangelio, cargaba a Poncio Pilato la responsabilidad de la condena a muerte de Jesús, ante la consternación de los sacerdotes de Jerusalén. Desmontaba así la más pertinaz de las acusaciones de los antisemitas: el asesinato del Hijo de Dios.

Sin saberlo, Notovitch estaba compitiendo con otro judío ruso afincado en París, Piotr Rachkovski, jefe de la policía secreta zarista, que había encargado la elaboración de aquel libelo fatal, Los protocolos de los sabios de Sion. Sí, estoy seguro de que David Bowie habría disfrutado con el relato de Theroux.

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