El Guggenheim ‘alucina’ con Henri Michaux
El museo homenajea al poeta y pintor con una muestra de más de 200 de sus obras, desde sus inicios en los años 30 a los dibujos concebidos bajo los efectos de los alucinógenos
El poeta, artista y viajero Henri Michaux (Namur, Bélgica, 1899-París, 1984) resultó un hombre de lentas digestiones. No fue hasta los 25 años que probó con la pintura, una vez que el influjo de Paul Klee le convenció de que tal vez en la abstracción hallaría un lenguaje para su incesante búsqueda: expresar lo inexpresable. Con las drogas psicodélicas tampoco se mostró precisamente precoz; contaba 55 años cuando comenzaron sus experimentos con el hachís, el LSD, la psilocibina o la mescalina, bajo cuyos efectos creó la parte de su obra que mayor fortuna ha demostrado en el imaginario de la contracultura. Ambos descubrimientos, la plástica y la lisergia, enmarcan la exposición con la que el Guggenheim de Bilbao rinde homenaje a uno de los creadores más singulares y secretamente influyentes del siglo XX.
El viaje al "otro lado" propuesto por el museo se divide en tres escalas. Arranca con su exploración de la figura humana, que en su caso equivale a decir el rostro, continúa en los experimentos caligráficos y la invención de ideogramas y alfabetos imposibles, esa literatura del gesto que lo emparenta con cierto expresionismo abstracto, y culmina en la producción relacionada con la ingesta de drogas alucinógenas. Esta última etapa, hacia finales de los cincuenta, convirtió al pintor, que se definía orgulloso como "un sobrio bebedor de agua", en un referente de la primera revolución psicodélica que se cocinaba por entonces en laboratorios universitarios de ambos lados del Atlántico y que atraparía los sueños y las pesadillas de la nación hippy.
Todos los implicados en la exposición, también el director del museo, Juan Ignacio Vidarte, que se refirió a Michaux como "pintor de pintores y poeta de poetas", hicieron hincapié ayer durante su presentación a la prensa en que sus devaneos narcóticos nada tenían que ver con la ebriedad, ni mucho menos con el uso recreativo de las drogas. Tomaba las sustancias asistido por "científicos", se forzaba a contemplar bajo su influencia imágenes y palabras, garabateaba indolentemente y una vez de vuelta del viaje psíquico convertía esas experiencias en dibujos y textos en los que describía con minuciosidad el efecto creativo de cada estupefaciente. Aunque en realidad su "propósito" declarado no fuera otro que "explorar la mediocridad de la condición humana". En el prólogo a Miserable milagro (1956), uno de sus tres libros mescalínicos, raro de ver en español, el premio Nobel mexicano Octavio Paz creyó dar con la clave de su poética: "Quizá Michaux nunca trató de expresar nada. Todos sus esfuerzos se encaminaron a esa zona, por definición indescriptible e incomunicable, en la que los significados desaparecen".
Al visitante sobrio los dibujos de la etapa lisérgica, colocados al final del recorrido, se le antojan una versión más intensa y nerviosa de lo contemplado anteriormente; desde la pieza más antigua, un pastel sobre papel evanescente conocido como La pereza (1934), hasta sus grandes tintas, tal vez sus obras más difundidas por el mercado de las imágenes. Manuel Cirauqui, comisario de la muestra, ha reunido alrededor de 220 piezas, algunas nunca expuestas y en su mayor parte llegadas de la sede de los Archivos Michaux de París. Estos también enviaron a Bilbao como embajador al custodio del legado, Franck Leibovici, a quien se veía satisfecho con el resultado.
Cirauqui ha eludido el relato cronológico para apostar por una simultaneidad de intereses que atraviesa las décadas e incluye objetos que fueron del artista, como casetes con cantos rítmicos e instrumentos que hablan de una pasión por la música que deslumbró incluso al compositor Pierre Boulez. También hay esculturas de Nueva Guinea, Borneo, África Central u Oceanía, compradas en sus numerosos viajes, estos no solo mentales, y colocadas al principio de la exposición.
A este preludio "no occidental" le siguen un conjunto de pinturas fisionómicas, una suerte de galería de retratos alucinados dictados por el azar. "Haga lo que haga, siempre aparecen rostros", dijo Michaux, al que acostumbran a emparentar con toda clase de ismos, aunque él solo se identificara con el suyo propio, el fantasmismo, una especie de vanguardia espectral de un solo hombre.
"No era un artista que crease con un propósito, con una idea preconcebida", explica el comisario Cirauqui. Escogía este o aquel papel, vertía un determinado pigmento, esperaba a ver qué salía de ahí y luego fijaba las manchas. Si el resultado le satisfacía, lo conservaba. En total, le sobrevivieron unos 10.000 dibujos, quién sabe si porque la enfermedad le arrebató el tiempo para destruirlos en parte. Como Rafael Conte contaba en su obituario para estas páginas, "durante sus últimos 20 años, se negó a revelar su propia imagen, a dejarse fotografiar, a conceder a periodistas y estudiosos los menores detalles de su vida privada".
De las manchas expuestas en el Guggenheim puede surgir cualquier cosa: desde una mueca de disgusto a una figura danzante o un montón de esos garabatos que a uno le brotan cuando habla por teléfono. De ese mismo modo, de la muestra bilbaína, que permanecerá abierta hasta mayo, emerge el retrato múltiple del artista alucinado. Un caso de estudio en la literatura y el arte del siglo XX; la historia sensacional del "poeta laureado de nuestros insomnios", según la afortunada descripción del crítico estadounidense Anatole Broyard.
El escritor alterado y el psiquiatra bilbaíno
Aún a riesgo de que se tome por la tópica exageración bilbaína, el museo ha querido llamar la atención sobre la relación entre Henri Michaux y el psiquiatra Julián Ajuriaguerra, nacido en 1911 en el barrio de Deusto, al otro lado de la ría, y que desarrolló su carrera en el exilio de Suiza y Francia, donde murió en 1993 convertido en una eminencia. Hermano de Juan, histórico presidente del PNV, Julián Ajuriaguerra asistió al poeta en París en sus experimentos lisérgicos, firma un texto inédito de 1963 incluido en el jugoso catálogo de la muestra. El artículo se titula, ahí es nada, Contribución al conocimiento de las psicosis tóxicas. Experimentos y descubrimientos del poeta Henri Michaux. En él, el psiquiatra detalla los efectos que sobre el pintor tenía cada una de las sustancias psicoactivas probadas con fines "únicamente científicos". "En el momento actual", sentencia Ajuriaguerra, que cita los antecedentes narcótico-literarios de Thomas de Quincey y Charles Baudelaire, "ningún escritor ha profundizado mejor en este tema".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.