Deleite masoca
'Cuphead', del estudio MDHR, demuestra que el arte no solo vive de innovar
Cuatro y media de la mañana; pasadas. Vuelvo a mirar el móvil sin creérmelo del todo, sin querer creérmelo. Tengo 16 años y un mando de PlayStation en la mano, de los que tenían más botones y lucecitas de los necesarios. Toda la casa duerme. Hasta mis perros, Trosky y Lisa por aquel entonces, están en silencio. Solo yo permanezco insomne, sintiéndome algo culpable pero pensando "qué coño, es sábado, ya dormiré mañana". Porque la tarea que tengo entre manos es una gesta a lo Hércules. Y no creo que el semidiós griego le pidiera descanso para la siesta al león de Nemea.
Información útil
Título: Cuphead
Compañía: Studio MDHR
Director: Jared Moldenhauer
Fecha de lanzamiento prevista en España: 29/09/2017
Género: Acción y plataformas
Precio: 19,99 €
Al otro lado de una pantalla catódica, se menea un caballero. Su nombre es Arthur, evidentemente, por el gran Arturo, pero de Excálibur nada. Su arma secreta se llama: Brazalete de la Diosa. En realidad, es una prenda de su amada, la princesa a la que intenta rescatar, conmigo como titiritero, por tercera vez. Llevo unas siete horas pegado al mando, solo con las interrupciones inevitables del inodoro. Mi hermano me acompañó una hora y pico. Y luego se fue a dormir, harto ya de tanto morir y morir. Pero es que las verdaderas hazañas son las que exigen sangre, sudor y lágrimas. Desesperan, pero recompensan como pocas cosas cuándo se conquistan.
Sin embargo, aquella noche, a pesar de las siete horas que llevaba encima, a pesar de saber que nunca había llegado a la penúltima fase, la antesala del jefe final, Samael, con ese brazalete que me permitiría abatirlo, me rendí. No podía más. Me dolían hasta los párpados. Sabía que rendirme significaba perder todo el progreso y tener que volver a la primera casilla cuándo hubiera pasado el tiempo de lamerse las heridas y maldecir el caprichoso azar. Pero me venció.
Salto en el tiempo al presente, a este tecleo para hablar de Cuphead, una de las joyas del año. También, un gran foco de polémica por culpa de un periodista de Venture Beat, Dean Takahashi, que se atascó 26 minutos entre el tutorial y su primer nivel, mostró públicamente su ineptitud y luego pidió perdón por no haber previsto la tormenta que levantó en los Reddit y similares; aunque también aprovechó para reflexionar sobre el lado más tóxico de la comunidad de jugadores. Este incendio de indignación de cuestionamiento mediático parte de una pregunta nada inane: ¿Se le debe exigir destreza al crítico de videojuegos? Es una respuesta para un tema aparte y lo trataremos a su debido tiempo.
Sigamos con Cuphead. Juego de plataformas y acción. Dibujo animado de los que pudieron gozar nuestros padres y abuelos. Retorno a esa estética elástica, de figuras más vivas que los vivos, de miembros infinitamente extensibles. Dos protagonistas, dos hermanos, Cuphead y Mugman, que firman un pacto con el diablo para pagar las deudas de juego (Lucifer es dueño de un casino). Un Gólgota que solo podrán superar recopilando los contratos de los acreedores del príncipe de las tinieblas. Una docena de horas que vivir con alma de relojero suizo. Midiendo cada salto. Decidiendo cuándo cubrirse y cuándo atacar.
Cuphead es un canto a un tipo de arte que no se obsesiona con la innovación, sino con el acabado de la pieza. Es el arte que solo puede elaborar el artesano, aquel que en japonés se llama shokunin, el tipo que se puede pasar toda la vida obsesionado con alcanzar la perfección en la meta a priori más absurda: por ejemplo, cómo hacer un sushi extraordinario. Cuphead es un juego shokunin porque sus desarrolladores están obsesionados no con reinventar la rueda sino con medir y medir y volver a medir el mecano que se traen entre manos.
Cada decisión debe ser explorada en sus fronteras y en todo su territorio. Por ejemplo, ¿hay movimiento de la cámara? ¿Cómo visualiza el jugador a su avatar y a sus enemigos? Decía el padre de Pac-Man Toru Iwatani, en una entrevista que tuve el placer de realizar para Tentaciones, que una de las decisiones de diseño de fundamentales fue dejar que el jugador contemplara el laberinto a un golpe de vista, sin que los márgenes de la pantalla ocultaran ni una micra de ese dédalo a combatir. "Al visualizarlo entero, el jugador sabe que tiene que completar el recorrido y comerse todas las galletitas". En Cuphead sucede igual. De sus docenas y docenas de bosses, lo esencial de su planteamiento se encuentra en que la pantalla se muestra siempre completa en sus dimensiones verticales. Las horizontales, en alguno de los encuentros, sí se mueven. Esta regla, porque el arte de los videojuegos es el arte de las reglas, es la que marca toda la dulce agonía que deberá sufrir el jugador para superar la obra.
En pocos bosses se ve tan meridianamente claro como en este, el primero de una larga cadena de encuentros que suceden en el Casino, sin duda el tramo de Cuphead que puede dejar calvo de rabia al más templado. Cuphead y Mugman deben enfrentarse a tres objetos ligados a los licores, una elegante copa de cóctel, una botella de wiski y un copazo de coñac de gran mostacho. Como la dimensión vertical es la fija, el límite, todo en el combate es un vals de cómo posicionarse respecto a esta dimensión vertical. El vaso con bigote hace un violento ataque de barrido, derrama su licor a ras de suelo; ergo, hay que saltar y mantenerse unas fracciones de segundo en el aire. La copa de cóctel invoca aceitunas que se sitúan a media altura de la pantalla y disparan sus ojos a la posición actual del jugador. La botella de wiski lanza un géiser al cielo que cae verticalmente allí donde se encuentra el jugador, siendo la única estrategia válida para evitarlo efectuar un movimiento deslizante a izquierda o derecha. Estos tres ataques se combinan entre sí con un elemento constante en Cuphead. Nunca se sabe exactamente cuándo va a tocar cada uno, porque estos tres ataques, sencillos por separado, se funden en una tramoya letal. Así que ni siquiera la memoria salva al jugador; esta es necesaria, pero insuficiente para la victoria. Solo el diestro puede conquistar el casino del diablo.
Se le atribuye a Shakespeare (y a Picasso y a Paco de Lucía) una cita divertida y gamberra, como nos gusta pensar que lo fue el Bardo, sobre los artistas que copian a otros artistas. Parafraseando, viene a decir: "Los mediocres copian. Los genios roban". Cuphead es ejemplo palmario de esta filosofía, porque copia sin pudor a una compañía legendaria que alegró la vida a los compradores de la Mega Drive, la consola de Sega que se partió la cara con la Super Nintendo. Treasure era esta compañía. Y en juego muy concreto, el maravilloso Alien soldier, encontramos el esbozo que ha permitido a Jared Moldenhauer y sus colaboradores el poder llegar tan lejos. Alien soldier era también un juego de encontrarse con jefe final tras jefe final con la dimensión vertical bloqueada y con armas de efectos muy similares —unas de corto alcance y frecuencia de disparo, pero más poderosas; otras teledirigidas pero más débiles; etc. De alguna manera, Moldenhauer ha jugado a ser Virgilio asumiendo que Hideyuki Suganami, diseñador de Alien soldier, fue un Homero. El resultado es tan extraordinario, o más, que la obra original.
No hay en Cuphead ni un gramo de originalidad. Su concepción de diseño, robada de un juego de hace 22 años. Su estética, de los cartoons creados por Disney y compañía en los años 30. Y, sin embargo, la crítica, esta pluma incluida, le rinde pleitesía. En un año que vuelve a pugnar por ser el mejor de la historia del arte interactivo en la calidad de sus obras, Cuphead estará en la mayoría de las listas de lo mejor que ha dado el medio. Pero, ¿original? En absoluto. Orfebrería de mimo obsesivo. Reloj suizo intrincado, barroco, que jamás falla en el menor de sus resortes.
Son las cuatro y media de la mañana. Y vuelvo a estar con un mando, esta vez de Xbox One, entre las manos. Otra vez, me siento culpable. Una culpabilidad distinta; la del adulto y padre. Pero lo que me impulsa a seguir es lo mismo. He conseguido vencer al fin la terrible ruleta del casino. Entre mí y la libertad de un hombre vajilla, solo se interpone el diablo. Sé que me espera un martirio, pero sé que no puedo renunciar a él. Así que pulso A y me preparo para entrar en el último círculo, sonriéndole a esas llamas que, en segundos, me van a besar la carne.
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