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Columna
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Frustración

Casi todas las novelas protagonizadas por artistas están cortadas por el patrón del fracaso

Casi exactamente un siglo más joven, aunque crecido en parecidos andurriales, el escritor francés Philippe Claudel (1962), en su relato Adiós, señor Friant (KRK Ediciones), interpela al pintor lorenés Émile Friant (1863-1932), un pequeño maestro hoy olvidado, pero que alcanzó en vida una proyección pública y unos honores oficiales, digamos, actualmente considerados exagerados. En realidad, lo que hace Claudel es hablar de sí mismo a través de este artista local, con el que le unió, supuestamente, el lazo anecdótico por haber trabajado su abuela un corto periodo como criada en la mansión de este, emplazada en Nancy. Este recurso literario de usar la figura de un sosias, real o inventado, es hoy muy frecuente. En este sentido, no hace mucho también se publicó Nat Tate (1928-1960). El enigma de un artista americano (Malpaso), del escritor William Boyd (1952), aunque en este caso recreaba, con todo lujo de documentación gráfica, la vida ficticia de un artista estadounidense que jamás existió.

Reales o imaginarios, lo curioso del relato de las vidas de ambos artistas es que giran sobre el eje dramático de su respectivo fracaso, del que no se libra ni siquiera el muy real y celebrado Friant, porque Claudel no se limita a cuestionar el hipotético valor de su reconocimiento público, sino que imagina que al así beneficiado las dudas al respecto le produjeron un progresivo acceso de melancolía. Pensando en ello, me vino a la memoria que casi todas las historias relatadas en novelas con protagonistas artistas estaban cortadas por ese mismo patrón del fracaso, desde la mítica La obra maestra desconocida, de Balzac, hasta las posteriores escritas por otros autores del mismo o semejante fuste literario.

Esta deprimente unanimidad sobre el aciago destino del artista en nuestra época nos inclina a pensar, al margen de que la frustración acredite ser narrativamente más interesante que el éxito, que el fracaso sea quizás connatural para quien emprende una empresa artística de alto vuelo. Es verdad, en cualquier caso, que la fragilidad está inscrita en la naturaleza del ser humano mortal, haga lo que haga o le pase lo que le pase, pero, en el caso de los artistas, también es cierto que el fracaso es inseparable del empeño, porque lo que busca va siempre más allá de lo que eventualmente encuentra, con lo que cualquier brillante hallazgo concreto pone en evidencia el sinfín de posibilidades distintas de la elegida.

Claudel, por ejemplo, cree atisbar en el joven Friant el talento de representar con acierto un paisaje físico y humano que ambos comparten, pero, luego, observa cómo diversas circunstancias personales y sociales le van fatalmente alejando de esa primigenia emocionante verdad, muy difícil de sostener a la larga. Podría ser esta la raya de separación entre un “pequeño” o un “gran” maestro, sancionada evangélicamente con la afirmación de que “muchos serán los llamados, pero pocos los elegidos”. No obstante, si está determinación puede cuadrar con el aleatorio establecimiento de una jerarquía, muy relativamente exonera al más grande de su radical frustración. En este sentido, quizás sea contar previamente con el fatal fracaso la causa del paradójico arrojo de los mejores, que hacen lo que hacen sin importarles ser quienes sean o les pase lo que les pase. Pues, al final, como lo advirtió Cicerón, lo que de verdad cuenta para un artista es el motus animi continuus, esa animación a prueba de cualquier desdicha.

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