De payasos e historiadores
En el dramático y peligroso circo en que se ha convertido el paisaje político, dos payasos nada risibles destacan sobre todos los demás
1. Fobias
No lo busquen en el muy circunspecto DLE, pero el término coulrofobia se utiliza para designar el trastorno emocional provocado por el terror irracional e incontenible a los payasos. Pese a las apariencias, el vocablo no es un anglicismo importado con prisas. Su etimología se remonta al griego kôlobathristés, que según deduzco por mi viejísimo, pero todavía eficaz, Dictionnaire Grec-Français, de M. A. Bailly (Hachette, edición de 1950), designaba a quienes “andaban sobre zancos” (kolobathron), es decir, a los saltimbanquis, a los mimos, a los payasos que entretenían al personal en la primera democracia de Occidente. Es sabido que una de las más importantes manifestaciones de coulrofobia de nuestro tiempo tuvo lugar a partir de la publicación de It (1986), la novela de Stephen King en que un payaso diabólico e insaciable, escondido en el lovecraftiano subsuelo de la apacible localidad de Derry se dedica a apiolar y perseguir a los adolescentes del lugar. Ninguna de las adaptaciones a otros formatos de la magistral novela ha estado a su altura, aunque reconozco que en la reciente película It, de Andrés Muschietti, hubo momentos puntuales en que mi frecuencia cardiaca se disparó y el metabolismo intestinal estuvo a punto de jugarme una mala pasada, no sé si me explico. King, que es un sabio que controla como nadie el terror sobrenatural (no decepciona, por cierto, su última novela, Fin de guardia, Plaza & Janés), no ignora el terror que la figura del payaso provoca en los niños: de hecho, en numerosos hospitales infantiles de EE UU se ha suprimido cualquier fresco o pintura con clowns, con el fin de no poner nerviosos a los convalecientes. Otro payaso temible —introducido en la cultura popular a partir de los años cuarenta— es el Joker, la némesis de Batman, tan magistralmente interpretado en El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008) por el difunto Heath Ledger, que lucía permanentemente en su rostro de psicópata la estupefaciente “sonrisa de Glasgow” causada por sendos horrendos cortes en las comisuras de sus labios. Diabólicos o no, los payasos inquietan y dan miedo; incluso en el circo, cuando, al calor de un público entregado, el payaso listo y el bobo hacen sus tonterías ante los niños, que en ningún momento querrían quedarse solos con ellos. Estos días en que la mesticia o la indignación se han apoderado de buena parte de los ciudadanos ante los sucesos catalanes —tan torticeramente manipulados por los medios y periodistas folicularios de aquí y de allá—, he visto crecer exponencialmente la coulrofobia nacional (y autonómica). Y, en el dramático y peligroso circo en que se ha convertido el paisaje político, dos payasos nada risibles destacan sobre todos los demás (que son muchos): el primero es el tartarín (Daudet llamó así al más fanfarrón de sus personajes) que ha sabido aprovechar y diseminar la mentira manipulativa —tal como la ha analizado Michela Marzano en Estensione del dominio della manipolazione (Mondadori, 2010)— a partir de los infalibles procedimientos de la seducción (la “felicidad” está al alcance de la mano de “los nuestros”, aunque sea contra la ley) y la intimidación (señalamiento y estigmatización de los “otros”). El otro temible payaso, el más vago, ingenuo (ahí tienen el asunto de los mossos, cuyos actuales responsables han dejado claro a quién obedecen) e irresoluto de todos, es el que nada hizo nunca para impedir lo que ya ha llegado, ya fuera mediante el diálogo y la inteligencia (cuando aún había tiempo), o por el uso inteligente (y pactado) de las atribuciones que le confiere el control (¿pero lo tiene realmente?) de los aparatos del Estado. Ambiciosos payasos que en su estridente acezar de votos nos empujan al precipicio, como si, estupefactos y amortecidos ante la crispación rampante, fuéramos como los cerdos endemoniados del Evangelio (san Marcos 5, 1-20). Y qué quieren que les diga: no he sido optimista en cuanto a las soluciones al “conflicto” desde que presencié (en mi anterior avatar) la entrada de las tropas del duque Berwick en Barcelona la noche del 11 de septiembre de 1714, pero cuando esto escribo la situación está para echarse a temblar. Aunque esta vez la trama no tenga nada de sobrenatural.
2. Historias
A menudo me pregunto si la historia “sirve” para algo. Sobre todo cuando uno (y somos muchos) constata, como apunta Manuel Cruz en el muy oportuno La flecha (sin blanco) de la historia (Anagrama), “el profundo estupor con el que encaramos el porvenir, el espeso engrudo de perplejidades con que parece amasada la conciencia histórica contemporánea”. No estoy muy seguro, como también sugiere el filósofo, de que cada generación necesite “una épica propia”: a la mía —ominosamente cercana al Holocausto, al Gulag y a Pol Pot—, la épica como la utopía nos resultan sospechosas y las preferimos si solo son literatura. En todo caso, conviene leer la historia, aunque no esté claro que vacune contra la repetición de los errores del pasado. Entre la pequeña montaña de libros de asunto histórico que me han llegado en las últimas semanas, destaco dos muy diferentes. La lucha por el poder; Europa 1815-1914 (Crítica), del siempre riguroso Richard J. Evans (su Historia del Tercer Reich —Península— en tres volúmenes sigue siendo de absoluta referencia), es una estupenda y muy legible síntesis transnacional que ayuda a entender el entramado de fuerzas y acontecimientos que, desde “el siglo de la emoción”, contribuyó a forjar la contemporaneidad. Por su parte, Políticas del pasado en la España franquista (1939-1964), recientemente publicado por Marcial Pons —uno de los más rigurosos catálogos de historia de la edición actual—, se centra en el modo en que la política de conmemoraciones históricas del franquismo (que culminó en la apoteosis autorreferencial de los XXV años de paz) contribuyó decisivamente a moldear la concepción de identidad nacional buscada por el Régimen.
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