‘Gran Hermano’: érase una hez
Miles y miles de jóvenes españoles están rendidos a este subproducto que insulta a la inteligencia
Hace 18 años ya –no somos nada, aunque algunos son mucho menos que otros-, viendo en casa el primer programa del primer Gran Hermano en compañía de alguien aún más adorable que sabio, le pregunté: “¿Y a ti qué te parece esto?”. Contestó en dos segundos: “Que huele a pies”.
Casi dos décadas después Gran Hermano –perdón, Gran Hermano Revolution- sigue oliendo a pies. Ahora es ya un olor reconcentrado, algo indefinible que viaja entre el requesón rancio y la caca de bebé llorón al que un papá o una mamá desalmados pasan de cambiar. Y es eso: para qué vas a cambiar el pañal con caca a nadie si todo funciona de maravilla en el mejor de los mundos televisivos. Bienvenidos, pues, a la perpetuación de la hez como una de las bellas artes y den las gracias a Paolo Vasile, quien, en una entrevista con este periodista hace ahora cuatro años, llamaba a aquel aroma a pies “olor a convivencia obligada”, toma pirueta conceptual.
Pero es irrefutable de todo modo una evidencia: los programadores y guionistas de Telecinco, con el brillante Vasile a la cabeza, saben al menos tanto de sociología como de televisión. Así, hace tiempo supieron que este es un país perfecto para Gran Hermano y por supuesto, viceversa. Como el jersey perfecto al que aguarda un cuerpo predestinado. Un país en el que esta tómbola de carne fresca y horteras irredentos, hipermaquillados e hipermusculados hace tiempo que ya no obra como mero pasatiempo, sino como una religión a cuya misa no se falta o te ponen la cruz los de tu fraternidad. Un programa de televisión que, en ciertos ambientes juveniles sobre todo, ya no es lo que se puede ver sino lo que hay que ver. Miles y miles de jóvenes españoles están rendidos a este subproducto que insulta a la inteligencia, y no solo eso. Hace ya mucho que se tragaron la mayor: que la vida es así, una especie de Mortal Kombat del que solo salen victoriosos o los más idiotas o los más bestias (“¡a saco, a saco, da caña, da caña!”, le susurraban ayer a uno de los concursantes elegidos cuando iba a entrar en la mansión de los horrores). Pero esto es real, no el título de un videojuego.
Llegados a este punto y visto lo visto ayer en la deprimente noche de los muertos vivientes conducida por el sumo sacerdote Jorge Javier Vázquez (eso sí que daba miedo: que alguien como él en un sitio como ese logre con esa cara de trance hacer creer a tanta gente que de verdad se hablaba aquí de cosas serias), hay que atreverse de una vez a contradecir el refranero popular: claro que millones de moscas pueden equivocarse.
Gran Hermano, los modelos éticos y estéticos que propone, las intenciones que encierra (por ejemplo, ese supuesto instinto de supervivencia dentro de La Casa que no es otra cosa que joderé a quien se me ponga por delante como si no hubiera un mañana), los gritos, aullidos y gemidos que componen su partitura y, en definitiva, la elevación de una panda de mastuerzos a categoría de personajes de los Episodios Nacionales (¿vieron al bobo de los trescientos abdominales presumir de que era tan guapo como cabrón?)…
Pilar Marcellán, la sirena del pantano, y su burro Germán; La Yoli, empresaria de 21 años (“donde voy soy la mejor”), Yangtiang Huang (“canaria de Lanzarote de chinita”), el artista conceptual Juan Labory (“Gran Hermano es una obra de arte”), el abogado y rapero Javier Eneme (“España necesita conocer a Javier Eneme”), un hippy descalzo, italiano y pasadísimo y un zapatero del casco viejo de Pamplona conviven ya en La Casa. No, no es La noche de los muertos vivientes de George A. Romero, ni La parada de los monstruos de Tod Browning. Es Gran Hermano. No, no se equivocaron ayer de canal. Era la Telecinco de siempre en todo su fulgor. Érase una hez…
LEE LA CRÍTICA DEL ESTRENO DEL PRIMER 'GRAN HERMANO' (2000) EN EL PAÍS
"Arrancó Gran Hermano el domingo por la noche y los morbosos que nos habíamos sentado ante el televisor nos quedamos con las ganas de ver lo que nos apetecía..."
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