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Desde dentro

Edurne Portela ha colocado su historia (quizá con rasgos fuertes autobiográficos) muy cerca de donde se cuecen las vidas de cada día

Jordi Gracia

Es al final de su ensayo El eco de los disparos donde Edurne Portela cede la confidencia más cruda de todo el libro (aparte del asesinato de su pediatra, Santi Brouard, escuchado a la hora de la cena en las noticias de la tele): no sabe cómo acometer el relato de sus encuentros privados con un exmiembro de ETA que asegura haber rechazado siempre la violencia, que ha vivido una larga condena de cárcel y mantiene trato con algunos otros etarras que no han asumido el final de la acción armada. El problema es de forma literaria porque no consigue escapar de la “versión Disney” de lo que de veras quiere contar, pero es también civil y ético: están todavía vivos los riesgos de contar de más. Quizá nadie sabe bien cómo cumplir las consignas de Milan Kundera, de Kafka o de Steiner para incomodar al lector con lo que no sabe, en lugar de ratificarle en lo que sabe. Mejor la ausencia, sin embargo, aspira a ello, a la autocrítica individual y colectiva, a conocer el modo de participación que cada cual y cada familia tuvo porque fue asunto de todos.

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Pero no incurre en equidistancia alguna, como no lo hacía El eco de los disparos. Ese ensayo fue un alegato y hasta una especie de bando público en favor de una literatura comprometida con lo que los ciudadanos han preferido ignorar y hasta conjurar como inhumano o de otro mundo. Pero fue de este mundo, de nuestro mundo, tanto la indiferencia como el consentimiento hacia ETA o hacia el terrorismo de Estado. No va a crecer ese saber difícil entre ansiolíticos y consuelos blancos sino a través de la verdad del cine y la literatura. Para mí, eso incluye, aunque sea de lejos, Ocho apellidos vascos, pero también y de cerca a Aramburu. De mi modo de leer tanto los relatos (¡de 2008!) de Los peces de la amargura como Patria, no se desprende el menor consuelo paliativo o conformista porque ni los buenos son solo buenos ni los malos son solo malos, como dicen que cuenta Mariano Rajoy de la novela. Los buenos son a menudo corruptos y corruptores morales, y los malos son también víctimas, vulnerables y a la vez responsables de su destrucción y autodestrucción. A mí me parece que ahí no se salva casi nadie y a cada cual le quedan colgando y a la vista un montón de vergüenzas.

Esa es la óptica que ha escogido Portela en Mejor la ausencia. Todo salía de casa, y no de un país marciano; estaba en la calle, en los comedores alborotados y sobre todo silenciosos, en las habitaciones de los chicos que se llenan de golpe de nueva música y nuevos carteles en los ochenta, en bares y tabernas, en labores profesionales enigmáticas y delictivas, en huidas autoprotectoras y egoístas, en derivas personales incontroladas y desesperadas con conflictos que estallan por donde menos se espera. Es ahí donde ha emplazado Edurne Portela su novela sobre una familia vasca contada desde la perspectiva casi siempre de la hija y su propio drama personal de madurez e inmadurez, de atracción y rechazo de la violencia, su estética y su normalidad. Portela ha colocado su historia (quizá con rasgos fuertes autobiográficos) muy cerca de donde se cuecen las vidas de cada día para no eludir la prescripción que formuló en su ensayo y ensanchar el campo de la lectura de la vida vasca del último medio siglo, y hacerlo desde dentro. Pero prefiero la defensa de la complejidad valiente y clara que impulsa El eco de los disparos.

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Autor: Edurne Portela. 


Editorial: Galaxia Gutenberg (2017).


Formato: versión Kindle y tapa dura (234 páginas).


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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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