La novela de agosto
Un escritor suele dedicar grandes desvelos a elaborar pormenores argumentales, que son justo lo primero que olvida el lector
Se vuelve a final de agosto de una novela como de un viaje; o más bien como de un retiro en una casa de campo apartada, en un hotel tranquilo cerca del mar. El viaje, la casa, el hotel tienen algo en común con la novela: abren un tiempo y un espacio separados de la vida ordinaria. Por eso se complementan con tanta perfección sus placeres. Una novela lo puede acompañar y atrapar a uno en cualquier parte, en un vagón atestado del metro o en una sala de espera, hasta en la cola lenta para el embarque en un avión. Pero si el tiempo interior y la duración de la novela y su espacio a la vez respirable y cerrado se corresponden con un lugar sosegado, algo fuera del mundo, y con horas disponibles de indolencia tranquila, la estancia en la lectura y la estancia en el lugar se perfeccionan entre sí: uno está tan retirado en la novela como en la habitación y en la casa donde la lee, y tiene una sensación parecida de estar habitando esas páginas que se le despliegan ante sí como espacios de una novedad estimulante y a la vez protectora, de una familiaridad no anquilosada en rutina. Has llegado a la novela por primera vez o has vuelto a ella con la alegría de adentrarte en un mundo que no es el tuyo de todos los días; te irás de la novela como te vas de la casa, con pena de dejarla pero sabiendo que podrás volver, con la conciencia de haber vivido en un lugar y en un tiempo que son más memorables porque desde el principio tuvieron un término designado: los días de la reserva, los capítulos de la novela. En algunos hoteles de playa frecuentados por británicos o alemanes suele haber una estantería con las novelas que han ido dejando los huéspedes una vez terminadas. Así la lectura se queda atrás como los días luminosos de verano que duró y como la pereza en la hamaca junto a la piscina.
Yo he vuelto de una novela y de un hotel, pero la novela ha vuelto conmigo, las páginas algo maltratadas por la humedad y por la exposición al sol, el lomo cuarteado por la lectura. He vuelto con la novela porque no quiero desprenderme de ella y porque en el avión de regreso ya estaba empezando de nuevo a leerla. Si uno quiere conocer y disfrutar de verdad una novela ha de leerla dos veces seguidas. Es al leerla de inmediato por segunda vez cuando se aprende cómo está hecha. Yo había leído Los Maia, de Eça de Queiroz, hacía veintitantos años, en uno de aquellos volúmenes de obras completas que publicaba Aguilar. Como suele suceder, la historia se me había borrado casi por completo, pero no el impacto de su maestría, ni tampoco la sensación de un fluir horizontal, muy sostenido, que Eça aprendería sin duda de la más horizontal de todas las novelas, La educación sentimental. Flaubert había inventado una trama sin aspavientos de grandes bajadas y subidas, en la que los heroísmos públicos más o menos imaginarios y las exaltaciones y las desgracias de los personajes se disuelven en el discurrir monótono, en la inercia sin gloria de la vida común.
Ese fluir era lo que yo recordaba de Los Maia, esa música, con su complemento inevitable de decepción y de ironía. Lo reconocí desde el principio cuando volví al libro, alternando en los primeros capítulos una edición portuguesa con la traducción ejemplar de Jorge Gimeno para Pre-Textos. Entender portugués y hablarlo es bastante difícil, pero con algo de esfuerzo y de ayuda leerlo no tiene mucha dificultad, y ofrece una recompensa generosa, la percepción plena del estilo, la nitidez de las voces y de sus inflexiones. Eça de Queiroz tiene todo el sarcasmo ácido de Flaubert, muy útil para retratar el ridículo de las pompas sociales y verbales y de la pura tontería humana: pero como era cervantino y anglófilo además de afrancesado, su sentido del humor y su curiosidad cordial hacia los seres humanos lo aproximan a Charles Dickens y a la melancolía y la broma de Don Quijote. Uno de los secundarios memorables que pululan por Los Maia, el viejo poeta Alencar, es un Don Quijote desaliñado y desacreditado del Romanticismo, un caballero andante de la revolución social y de las efervescencias sentimentales, tan inmune al escarnio como su modelo español.
Si uno quiere conocer y disfrutar de verdad una novela ha de leerla dos veces seguidas. Así se aprende cómo está hecha
Un novelista suele dedicar grandes empeños y desvelos a elaborar pormenores argumentales, que son justo lo primero que olvida el lector. Con los años a mí se me había olvidado por completo la clave tremenda del argumento de Los Maia, que llega muy tarde, al final del segundo tercio de la novela. Ese olvido me ha permitido recibir su impresión igual que la primera vez, lo cual es un regalo para un lector entregado, y también apreciar mejor cómo Eça de Queiroz ha retenido y controlado la sorpresa, ha ido esparciendo a lo largo de la historia, desde las primeras páginas, indicios que la preparaban, detalles compositivos que están reservados para la segunda vez, como motivos en apariencia azarosos pero evidentes para el aficionado que ya conoce una sinfonía.
En la tersa horizontalidad narrativa heredada de Flaubert irrumpe el melodrama. Hay una conmoción, un trastorno que es más poderoso porque somete a presiones tan extremas el curso de la narración como las vidas de los personajes. Durante varios capítulos parece que la novela se apresura en un crescendo como de sinfonía desmelenada, una acumulación de efectos preparatorios de un calamitoso final.
Y entonces hay otro quiebro, y lo banal y lo mediocre regresan, el tedio confortable, el parasitismo social de los personajes que imaginaron grandes porvenires y no han hecho nunca nada ni harán nada, la frialdad de corazón que en el fondo no llegó a ser alterada por lo que parecía una pasión amorosa. Como al final de La educación sentimental, de pronto hace mucho tiempo de todo, y no hay nada que importe demasiado, ningún fervor que los años no apaguen.
También el viaje de la novela se quedó en el pasado. Volver a ella entre las tareas y las urgencias de septiembre será como esconderse en secreto en la casa del verano, en el hotel deshabitado.
Los Maia. Eça de Queiroz. Traducción de Jorge Gimeno. Pre-Textos, 2017. 840 páginas. 37 euros
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