Netrebko se consagra en Salzburgo como la mayor soprano del siglo XXI
El festival corona a la rusa con una memorable 'Aida' en versión ortodoxa y contenida de Riccardo Muti
Se declaró el invierno en Salzburgo. Y más que mojar, las gotas de la lluvia dolían. Malograban incluso el trance social de la alfombra roja en el estreno de Aida, como si los elementos conspiraran a favor de Anna Netrebko exterminando cualquier atisbo de competencia. La reina de Jordania no tuvo tiempo de lucir su pedrería en el aguacero. Y la canciller Merkel, vestida de Merkel, aprovechó el pretexto del temporal para sustraerse a los fotógrafos y acomodarse en el anonimato.
Tenía que ser Anna Netrebko la protagonista absoluta de la noche. De otro modo, no se habrían pagado en la reventa hasta 6.000 euros para escucharla ni hubiera proliferado el mercado negro de lentejuelas en los aledaños del Festival. La soprano rusa debutaba en la ópera de Verdi. La arropaba, la mecía, el maestro Muti. Y deslumbraba Netrebko en la austeridad y asepsia escénica de Shirin Neshat, una performer iraní que reside en NY y que ha concebido su primera incursión operística lejos del folclorismo egipcio: no había elefantes, jeroglíficos ni faraones tintados en su Aida conceptual.
Ni tampoco pirámides. El tótem geométrico correspondía a un gigantesco cubo de piedra cuyas paredes blancas tanto alojaban el recurso de las videoproyecciones como se plegaban o desdoblaban a medida de una caja mágica. Aportaba la gran piedra un valor fatalista, sumario, arcaico, pero también articulaba el ritmo y la narrativa de la dramaturgia, transformándose en un palacio, en un templo, en una cárcel.
¿La respuesta? Prorrumpieron algunos abucheos cuando saludó Neshat y se concitaron las unanimidades, en cambio, cuando compareció la Netrebko, sublime intérprete de Aida, animal escénico de extraordinario carisma, cantante superdotada, faraona de la ópera contemporánea. Y alegoría humana o divina de la matrioska.
No porque naciera en Krasnodar hace 46 años, sino porque la pequeña Netrebko que limpiaba las escaleras en el Teatro Kirov -una leyenda de la Cenicienta exagerada en las hagiografías- ha ido engendrando una versión de sí misma cada vez más grande, virtuosa y elaborada. Netrebko va prosperando como el paradigma evolutivo de las muñecas rusas. Y convierte Salzburgo en el templo propicio de cada iniciación.
Fue aquí, en 2005, cuando se postuló con La Traviata y cuando sedujo con voz de ultratumba y su aspecto de top model. Netrebko era una sex symbol. Representaba la quintaesencia de la cantante moderna porque cumplía los requisitos vocales tanto como obedecía a la dictadura de la imagen. Gustaban sus cuerdas vocales y sus piernas.
Decidió tapárselas cuando representó el papel de Susanna en Las bodas de Fígaro (2006) y fue revistiéndose de virtud artística y de madurez a medida que Salzburgo jalonaba su recorrido de matrioska: dolorosa su Bohème (Puccini) en 2012, imponente su Trovador (Verdi) de 2014, arrebatadora su Manon Lescaut (Puccini) del pasado año. Y memorable su Aida de la noche de este domingo. La top model se ha desentendido de la tiranía de la báscula y se ha convertido en la top soprano. No solo por haber aportado al personaje de Verdi la sensibilidad, el instinto, la emoción, el color, la tensión, sino porque ha cruzado el umbral de la historia. Netrebko ha entrado en la galería de las elegidas. Es la mayor soprano del siglo XXI. Y da la impresión de haber emprendido el camino de la omnipotencia.
El triunfo de este 6 de agosto expuso una facilidad apabullante. Canta Netrebko con naturalidad, afila los agudos como un lápiz de caramelo. Posee un timbre hermoso, rico. Acomoda los graves con oficio, con enjundia. Y posee la capacidad de iluminar la escena. No ya por alusión al aria inaugural del Radamés -Celeste Aida-, sino porque la ópera adquiere mayor vuelo cuando es ella quien asume el papel protagonista. Se explica así la conmoción artística del tercer acto -impecable, verdiano, carnoso, Luca Salsi en el papel de Amonasro- y se entiende el estremecimiento que sobrevino en el dúo final del cuarto acto: no terminaba la ópera, languidecía, agonizaba.
Y la Netrebko lograba hasta disciplinarse. Sus medios vocales podrían haber desbordado el Nilo y destruido las pirámides como una película de Cecil B. DeMille, pero la diva se atuvo al régimen de ortodoxia y de contención que había exigido Riccardo Muti al frente de los profesores de la Filarmónica de Viena.
Fue la suya, en efecto, una lectura de control, una Aida pura, esencial, desprovista de todo sensacionalismo. Ni siquiera dejó escapar los caballos en los pasajes triunfales del segundo acto. Muti se recreaba en el claroscuro. Conseguía de los "wiener" un sonido pulcro, incluso camerístico. Y eludía la tentación de abandonarse.
"¿En qué se parece un director de orquesta a un preservativo? Con él, es más seguro. Sin él, es más placentero". Es un chiste de músicos que podría haber inventado Berlusconi. Y que puede utilizarse en sentido hiperbólico para definir el escrúpulo de Riccardo Muti en una versión de Aida más íntima y recogida de cuantas proliferan, no digamos cuando vociferan los protagonistas y aparecen los elefantes en escena.
Shirin Neshat los eludió en beneficio de una concepción dramatúrgica muy estática y muy estética. No le gusta a Riccardo Muti perder de vista a los cantantes. Y los tuvo delante de sí como si se tratara de una versión en concierto. Daba la impresión incluso de que el maestro napolitano había condicionado las libertades de Neshat, aunque la fotógrafa y videocreadora iraní sí pudo resolver a su antojo la instalación de "Aida".
Nos referimos al gran, totémico, cubo de piedra. Y a los hallazgos conceptuales que se derivaron de una dramaturgia sin espacio ni tiempo. Era arcaica y contemporánea. Mediterránea en todas su polisemia (el toro, el agua, el dios del desierto). Unas veces inexpresiva, casi gélida. Y otras de meritorio vuelo poético, casi siempre en coincidencia con el poder imantador de Anna Netrebko, principio y final de una ópera a la que no sucumbieron sus compañeros de reparto. Cantó Francesco Meli (Radamés) con más gusto y refinamiento que mordiente, mientras que la Amneris de Ekaterina Semenchuk despuntó en su peso introspectivo. Muti le había prohibido gritar. Se lo había prohibido a todos los cantantes. Lo que no pudo hacer fue prohibírselo a los espectadores cuando la caída del telón ejerció de resorte a la euforia y el triunfalismo.
Ninguno tan ilustre como Angela Merkel. Ni más discreto en la manera de desenvolverse. La seguridad la protege lejos de toda psicosis y aparato. Quizá porque está habituada a acompañarla a los teatros. El de Salzburgo representa un caso de extraterritorialidad. O no tanto. Porque la canciller germana es una melómana sin fronteras y porque el 41% de los espectadores del Festival austriaco proceden de Alemania y se han adherido a la idolatría que despierta Anna Netrebko.
La soprano rusa ha llegado más lejos que nunca. Representa un fenómeno social y mundano bastante empalagoso. Abusa de imponernos a su marido como tenor de compañía, Yusif Eyvazov se llama. Incluso se desenvuelve como una folclórica en sus excesos y resabios, pero Netrebko es un monstruo en la mejor y más sagrada de las acepciones. Y no se le adivinan fronteras en el juego infinito de las matrioskas.
Mariss Jansons estremece con su Lady Macbeth
La Filarmónica de Viena, titular del foso del Festival de Salzburgo, tiene suficiente versatilidad y plantilla para compaginar contemporáneamente las funciones de Aida con las de Wozzeck (Berg) y de Lady Macbeth de Mtsensk (Shostakóvich). Aquéllas las dirige Vladímir Jurowski, mientras que éstas últimas las está oficiando el maestro Mariss Jansons, cuya salud está débil y cuya clarividencia está muy fuerte.
Vienen a demostrarlo el prodigio sonoro que sobresale en la casa madre del festival y las fronteras que ha explorado el sherpa letón al frente de los profesores filarmónicos. Concibe una lectura rotunda, absoluta, desgarradora de la ópera de Shostakóvich, pero también burlona, delicada, esmerada en el cromatismo, el contraste, la dinámica. Se deslizan entre los dedos de Jansons todos los estados de ánimo de Lady Macbeth y redondea él mismo una versión imponente. Nunca sobreactuada, pero siempre a la altura de una partitura descarnada, grotesca, cruda.
Era la primera vez que Lady Macbeth se representaba en el festival. Y la primera vez que Jansons dirigía una ópera en Salzburgo, pero el maestro letón reincidía al mismo tiempo en la obra de Shostakóvich. Ya había establecido el canon interpretativo en la Nederlandse Oper. Y lo había hecho con una memorable producción escénica de Martin Kusej que ha ido colonizando los grandes teatros europeos. La nuevo producción salzburguesa lleva la firma de Andreas Kriegenburg, pero no alcanza la brutalidad ni la claustrofobia que definió la lectura de Kusej. Entre otras razones porque la protagonista absoluta de la ópera, Nina Stemme, responde a los requisitos vocales pero trivializa el personaje. Es una Lady Macbeth inexpresiva, desprovista de toda complejidad, desnortada y vulgar en su trágica peripecia.
Ocurre toda la ópera en un espacio asfixiante y oscuro donde Kriegenburg ultima la prisión del último acto, llevando al extremo una estética feroz que consume toda la premonitoria fatalidad de los primeros compases.
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