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Elogio del trotamundos

La editorial Jus publica 'Buscavidas. Recuerdo de un vagabundo', la segunda novela del fecundo Jim Tully, paladín de la escritura marginal

'Hacia Los Ángeles', foto de Dorothea Lange.
'Hacia Los Ángeles', foto de Dorothea Lange.Dorothea Lange / Library Of Congress

No es lo mismo ser un trotamundos que ser homeless, como no es lo mismo ser solitario que estar solo. El fenómeno del hobo o trotamundos americano se presta a confusión: mucha gente identifica a los hobos como carpantas que no agarraban una pala ni a tiros y eran más guarros que un piso erasmus. Pero como describió Ben Reitman en su ensayo disfrazado de novela Boxcar Bertha (Pepitas de Calabaza, 2014), la experiencia colectiva hobo fue una auténtica sociedad paralela —el 5% de la población activa de EE UU— formada por el subproletariado del momento, con “sus propias instituciones, sus saberes legales —y sobre todo ilegales—, su jerga y sus taxonomías”. Los hobos no eran tramps o bums (vagabundos o tirados). Había un elemento de voluntariedad en su experiencia, así como sólidos lazos sociales y una visión romántica del tinglado.

Buscavidas es la mejor novela hobo. No es un criptoensayo ni un tratado sociológico, sino una memoria narrativa escrita en 1924 por un extrotamundos, el prolífico escritor marginal Jim Tully. Narrada en aerodinámica primera persona, es una novela de picaresca clásica, tan trepidante como mordaz. Tully, un autodidacta de manos encallecidas (además de hobo fue púgil), escribe sobre su vida desde el tuétano, con una pasión y una intensidad contagiosas.

Por un lado habla de la huida del pueblo (“olvida este lugar; no es más que una trampa”) y la posterior errancia (“maldecía el espíritu viajero que me había llevado hasta allí, pero en el fondo me sentía agradecido por tener una libertad que me habría sido imposible en una fábrica”). Nos cuenta de un modo emotivo, con anécdotas fantásticas y personajes inmensos, la existencia de trotamundos antes de la Gran Depresión: la vida itinerante, el sexo libre, la ausencia de ataduras, las correrías, trabajos eventuales, detenciones por vagancia y borracheras homéricas. Ese impulso de escapada tan yanqui, tan romantizable, tan novelesco, que luego arruinarían Kerouac y sus plúmbeos beats.

Sin olvidar los trenes, claro. Cientos de ellos, siempre en modo simpa, de un lado a otro del vasto país (“el traqueteo de las vías, los latigazos del viento o la lluvia, la mezcla asfixiante de cenizas y humo de los túneles”). Trenes, y trenes, y más trenes (lo que, cabe decir, al final infunde una cierta modorra).

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De la narración trotamunda emerge una subhistoria pareja en relevancia y épica: el descubrimiento de un don (la escritura), la revelación del alma artística. Tully cuenta esto sin tapujos y sin altivez. Cae en la cuenta de que siempre ha amado las “cosas bellas”, que es “un embrión de poeta” y que solo puede ver el mundo con ojos literarios, esté recogiendo patatas o trasegando vinacho. Tully es el tabarra sentimental y mitificador que tarde o temprano escribirá una novela.

Y la escribió. Esta y muchísimas otras, no solo sobre la vagabundez sino sobre boxeo, la industria del cine (fue “el escritor más odiado de Hollywood”) o vida circense. Lejos de efectuar el paseíllo carrera-prensa-literatura, Tully anduvo el camino duro por vías sin asfaltar: podó árboles, partió caras, se heló el culo en vagones de carbón, confraternizó con “hombres a los que uno temía incluso dar la mano” y (nota anecdótica) fue secretario de Charlie Chaplin. Su libro, fuerte y libre como una carcajada de borrachín, late con la fuerza de la vida. Es una gozada.

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Autor: Jim Tully. Traducción de Andrés Barba.


Editorial: Jus (2017).


Formato: tapa blanda (210 páginas).


Desde 18€ en El Corte Inglés

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