Verbenas de ayer y de hoy
De Alicante a Las Mestas, de Pontevedra a Formentera... 12 periodistas de EL PAÍS rememoran, entre la nostalgia y el ajuste de cuentas, las fiestas que llenan pueblos y ciudades en agosto
Nirvana en Las Hurdes
Las Mestas (Cáceres). 14 de agosto. Cristo de la Agonía.
La razón por la que el grunge no caló entre la población rural española es simple: Nirvana es nombre de orquesta de verbena. Nadie se iba a comprar un casete firmado por un grupo así. En un pueblo, las fiestas sin pasodobles no son fiestas sino semana cultural y en Las Mestas el problema no era que no hubiera baile sino gente para bailar. La emigración lo había dejado en tres calles, dos familias numerosas y una docena de ancianos. Por algo sale en La España vacía de Sergio del Molino. Solución: pasar las fiestas de septiembre a agosto, antes de la diáspora otoñal hacia el País Vasco y Navarra.
Aunque los habitantes se multiplicaban en verano, la cosa no daba para dividir el trabajo y en la comisión de festejos entraban los mayordomos del Cristo y todo mozo (y moza) mayor de 14 años. Milagrosamente, cada temporada hubo gente para hacer banderines con triángulos de colores, conseguir que el Ayuntamiento (a 10 km) cumpliera con su parte del presupuesto y recaudar el resto entre la muchachada (“los chicos pagan más que las chicas”). También para montar un escenario con tablas de madera sobre bidones de miel. Allí se subían temerosamente los músicos de bandas como Galaxia, Amanecer o Nirvana. El año de las vacas flacas se subió la inolvidable Orquesta Norte El Solitario, un hombre que lo tocaba todo y gastaba poca luz. Por eso la moda de los discos acústicos nos pilló curados de espanto. Tampoco caló. JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Ni mora ni cristiana
Fiestas de Moros y Cristianos. Barrio El Altozano, Alicante. Del 6 al 16 de agosto.
Fui una niña insoportable, pero eso lo veo ahora, y no sería porque entonces no me lo dijeran mi hermano y sus adláteres seiscientas veces al día. Repipi, redicha y repelente, llevaba además una solemne gravedad a cuestas que me impedía disfrutar de lo que al resto del mundo le volvía loco. De las fiestas, por ejemplo. Y eso, viviendo en Alicante, donde todos los días son ídem por un motivo u otro, era un suplicio. Las de los barrios, la de los pueblos, las de medio año entre Hogueras y Hogueras porque uno entero se hace eterno. En mi tierra nunca falta un pasacalles, una ofrenda, un atracón y una traca. Las de Moros y cristianos de El Altozano, barrio cercano al mío de Carolinas, me traían a maltraer especialmente. Esos interminables desfiles de vecinos, de bebés de teta a ancianos centenarios, disfrazados de esa guisa infame. Esa pantomima de batalla por el castillo. Esos trabucazos gratuitos. Ese comer y beber y bailar hasta hartarse me parecían un despropósito del populacho. Entonces me podía el esplín, la angustia de vivir, la melancolía, un muermazo de cría era, ya digo.
Hoy, sin embargo, esas filas de cristianos y moros más chulos que un ocho, esa alegría de no estar muerto, ese comer y beber y bailar en la calle al ritmo de Paquito Chocolatero, me parecen la vida misma. Súmese la playa a la vera, los helados de mantecado, la horchata con coca boba, el aroma de los jazmines y la brisa nocturna y se tendrán la gula, la lujuria, la pereza y el resto de pecados capitales a la carta, de los veniales ni hablamos. En esto de las fiestas me ha pasado como con las rumbas, los boleros y las coplas. Me he curado de los prejuicios con el tiempo. Será por el carpe diem y la pasada del arroz y el ahora o nunca, no te lo discuto. Pero más vale tarde que jamás en la vida. LUZ SÁNCHEZ-MELLADO
La vida pasa entre ola y ola
Fiestas de Sant Francesc y Sant Ferran (Formentera) 4 y 5 de agosto.
Casi 30 veranos seguidos en Formentera dan para mucha fiesta. Aquella vez con la banda francesa de instrumentos de viento (incluida la escultural trombonista) que llegó en el ferry con nosotros tocando toda la travesía y no dejaron de soplar luego por toda la isla; el artista anónimo que interpretó Englishman in NY en un escenario frente al faro de la Mola bajo las estrellas, jazz en Sant Ferran; Jarabe de Palo en la plaza de Sant Francesc —no cabía un alfiler—. Mi mejor recuerdo es sin embargo el de la inesperada sesión que nos regaló Jorge Drexler en el Pelayo hace unos años tras tocar en las fiestas de Sant Jaume en Sant Francesc, las más multitudinarias. Estaba comiendo Drexler en el chiringuito más salvaje y auténtico de la isla (ya os podéis quedar con los Besos y Piratas; me encontraréis allí, en el far west de Migjorn), y en los cafés (y hierbas de todo tipo), sacó la guitarra: acabamos bailando sobre las mesas, todo gozo y jolgorio bajo las palmas frente al mar inenarrable.
Mis hijas han ido creciendo cada estío en Formentera. Te giras en el coche y en vez de verlas pequeñitas imitando los balidos de las cabras del camino al Sol y Luna las ves ya trajinando con los móviles y maquilladas para dar guerra. La vida pasa entre fiesta y fiesta, entre concierto y concierto, entre ola y ola, verano a verano. JACINTO ANTÓN
Un pueblo grande
Fiestas de Gràcia. (Barcelona) Del 15 al 21 de agosto.
Las fiestas mayores siempre han sido como la vida: algo que empieza bien y acaba más flojo. Arrancaban con las fiestas el Carmen en el pueblo de mis abuelos; seguían, ahí mismo, con las de Sant Jaume, y se remataban en Barcelona con las del barrio de Gràcia. En las primeras, como eran cosa de pescadores, había una suelta de vaquillas en un recinto cuya mitad estaba en la arena de la playa; la otra, en el mar. El toro siempre lograba escabullirse entre los tablones y huir nadando a través de la bahía dels Alfacs (Delta del Ebro). Había algo poético en ver las barcas de los pescadores salir a por el bicho y remolcarlo de vuelta al Parnaso. Supera eso, Danaeris. Eran un ritual previsible pero imprevisto, como eran las cosas en España antes de que pensáramos que podíamos quejarnos de que un bombero llegara cinco minutos tarde a salvar un gato.
Las de Sant Jaume ya eran menos divertidas, porque al toro lo ataban, lo embolaban y demás. Y la cosa ya entraba en un terreno casi dionisíaco en Gràcia, el barrio de Barcelona cuyas fiestas pugnaban por no ser un atractivo turístico. Las fiestas de ese barrio, antes de la existencia de Airbnb, eran un lugar al que ibas porque era el único plan en agosto en una ciudad que, como es menester en cualquier ciudad, desprecia agosto.
Ahora ya no es así, pero entonces llegabas, te metías entre la multitud de skinheads y gozabas pateándote mutuamente. Era como cuando Sergio Ramos y Piqué se abrazan después de un clásico. Además, la mayoría eran skins de los buenos. Plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda, y los míticos Dr. Calypso dándole al ska, y un servidor en el pogo con conocidos de la universidad, del barrio, del colegio, del equipo de balonmano. Un pueblo grande. Es lo que fuimos y somos, y deberíamos enorgullecernos en vez de avergonzarnos. Era un caos, pero era nuestro caos. Hasta que un día, sin querer, le di un codazo a una pelirroja y acabé en su pensión jugando al Risk. ¿Una pelirroja? Ahora hay muchas más que skinheads. Unos lo llaman progreso (negocio); otros, apocalipsis. Ambos están equivocados. XAVI SANCHO
Mucho tiene que llover
Fiestas de Xiringüelu. (Pravia, Asturias) 6 de agosto
En Asturias tenemos debilidad por las fiestas de prao. ¿Y si llueve? Mucho tiene que llover para quedarnos con las ganas… En Pravia, el domingo del Xiringüelu amaneces como puedes. Se recomienda al forastero no empalmar noche y día. La sidra a veces mezcla mal, y la mejor parte de esta fiesta no es la nocturna, sino la más tradicional.
Ciento y pico peñas construyen casetas artesanales. Nada de lujos ahí —troncos y palés— ni pijaditas en el vestir. Se va cómodo, con camisetas y pañuelos al cuello (yo guardo uno de los 80). Amaneces, metes algo en el estómago y sobre las 11 empiezas a tomar y escanciar culines. Es la filosofía: repartir y recibir; pasear, saludar y abrazar —más amor conforme pasan las horas— a vecinos, amigos o desconocidos. Día de amistades intergeneracionales, de tomar algo con los amigos de tus padres y los padres de tus amigos. La sidra, a los asturianos, nos une mucho.
Como tantas grandes ideas, esta fiesta nació en un bar en 1940. La masificación la aprieta, pero no la ahoga. ¡Puxa Xirin! LUCÍA GONZÁLEZ
De ‘afters’ con capa y sombrero
Feira Franca. (Pontevedra). Primer fin de semana de septiembre.
Cuando ya llevábamos un par de años de Feira Franca (la recreación medieval de Pontevedra), el alcalde recibió una lección importante de la idiosincrasia de la ciudad: “Así que entonces las calles estaban llenas de reinas, damas de alta burguesía, obispos, caballeros y reyes”, se sorprendió. Efectivamente: en cuanto se les dijo a los pontevedreses que había que vestirse como en el Medievo, fueron pocos los que reprodujeron la realidad: poca lepra, poco puterío y poco pedir en la calle. Todo se arregló con el tiempo. Es mi fiesta preferida. Hago lo que más me gusta: comer churrasco en la calle con las manos, beber vino de jarra y hacer todo eso a partir de las once de la mañana vestido de mamarracho (nunca supe exactamente de qué iba vestido, lo cierto es que me pongo unos leggings que triunfan entre los taberneros). Lo único malo es que se trata de una fiesta tan importante y esperada que las energías se gastan en la víspera. Lo segundo malo es que en mitad de la noche te olvidas de que estás en el siglo XV y te vas a Vigo de after con la capa, las polainas y la espada; eso mismo ocurre cuando una pareja se separa tras la noche de pasión y uno de ellos cruza la ciudad al día siguiente con el arco y las flechas a la salida de misa. Son dos cosas malas que, como en toda buena fiesta, en realidad son buenas. MANUEL JABOIS
La vida verano a verano
Fiestas de La Alberca (Salamanca). 15 de agosto.
Nunca he tenido un lugar que pudiera llamar mi pueblo, pero sí hubo un pueblo al que siempre fui en fiestas, La Alberca. La única razón es que era el pueblo de un amigo, con la suerte de que es uno de los pueblos más bonitos de España, porque mira que los hay feos. Además, tenía fama de estar muy bien, fama compartida con todos los demás pueblos de España, por supuesto. Debo decir que con 15 años, todas las fiestas están muy bien, incluso las que están mal. Tener casa allí en esas fechas era un privilegio, aunque a la pandilla de amigos nos dejaban dormir en el jardín, porque estaba la casa llena de primos y tíos, pero para nosotros en cualquier caso era fantástico. Dormir lo que se dice dormir, dormíamos más bien de día. Por la noche, la verbena, los bailes, la discoteca que quedaba un poco lejos, las tardes en el río… y alguna pelea con mozos del pueblo también. Lo que más me gustaba era la mezcla de gente de todas las edades. Hoy tengo que confesar algo vergonzoso: jamás logré ver las célebres ceremonias del Diagosto y la Loa, uno de los más antiguos autos sacramentales, declarados de interés turístico nacional, que vienen de media España a verla. La representación de la victoria del bien sobre el mal siempre me pillaba durmiendo. Esto explica muchas cosas, claro. Quizá por eso, como castigo, no he vuelto nunca más y ahora prefiero las fiestas del día. ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
La felicidad del chíngano
San Bartolomé (Tartanedo, Molina de Aragón, Guadalajara) 24 de agosto.
“¡Viva San Bartolo! ¡Viva!”. Para un chíngano no hay mayor felicidad. Y más el 24 de agosto, el día de San Bartolomé, el patrón de Tartanedo, una villa —no pueblo, que somos susceptibles— del Señorío de Molina de Aragón, al oriente de Guadalajara. Charanga con pasacalles; puestos de comida de los casados; rifa; bar —solo uno, y es concesión anual municipal— a tope; sorteo y ronda a las mayas, a quienes se agasaja con el mejor ramo de flores posible; bandeo de campanas; orquesta que arranca con pasodobles y acaba con Sarri Sarri o Born in the USA; derbis de fútbol contra las localidades vecinas jugados en las eras a las que primero se les quitaban los cardos y luego se les añadían las rayas de cal. Ah, y el toro de fuego: tranquilos, animalistas, es una estructura de madera con forma de morlaco con cohetes y fuegos artificiales paseada en hombros por un voluntario.
Todo eso, durante cuatro días en Tartanedo; sumadas las fiestas de los pueblos de alrededor tenías para todo agosto. Un trajín para los agricultores, el éxtasis de los adolescentes. Al menos a mediados de los ochenta, cuando más las disfrutó en su adolescencia este periodista, allí conocido como Gregorio, el mayor de la Rosa del Eloy. La orquesta en un remolque de tractor —luego ya se compró un escenario desmontable—; final de frontenis, mus, guiñote y dominó; noches de agosto en La Pocilga (la discoteca recibía el nombre del uso anterior del local), barrocamente decorada en una pared lateral con la carátula del disco In the Court of the Crimson King. O noches delirantes en el Lejío (derivación de egido), el parque del pueblo. Calor infernal al mediodía, frío de chaqueta por las noches. Por eso a la zona la llaman la Siberia española. En invierno, un puñado de vecinos; en verano, casi mil. Y los chicos éramos ejemplos de la EGB de padres emigrados a grandes ciudades. Habitábamos en un microuniverso especial, carcajeante y a la vez doloroso… que con la edad descubrías igual al de otros miles de pueblos de España: el chulo, el galán, la guapa, la simpática… Cumplía todos los tópicos. Pero eran nuestros tópicos. GREGORIO BELINCHÓN
Yincana y pachanga
Fiestas de La Paloma (La Latina, Madrid) Del 11 al 15 de agosto.
No, Madrid no es un pueblo. Yo hasta la universidad ni me enteré de las Fiestas de la Paloma. Crecí en una comunidad de vecinos de un barrio residencial. Jardín con azaleas, ladrillo naranja, toldos verdes, piscina. En mi universo suburbano La fiesta del verano se llamaba Yincana y era un jolgorio de carreras con cuchara y huevo, manzanas en barreños de harina, guerra de globos de agua y tortillas de patata que cada madre bajaba de casa para comer todos juntos. El evento estrella era el concurso de disfraces. No había chinos, y los padres se curraban unos atuendos increíbles. A mí siempre me tocaba ser la consorte de mi hermana, si ella era Don Quijote, yo, Sancho Panza, pero ganábamos. En la disco, que hacíamos en el garaje, di mi primer beso y me tomé una cerveza. Y en cuanto me lo pude permitir, me mudé al centro.
En La Latina he sufrido muchas fiestas de La Paloma. Son lo mismo que sufro cada fin de semana pero con la música más alta y más olor a fritanga. Me empeño en vivir, y criar, que es peor, en un parque temático de cañitas en el que parece normal mear en los portales donde vive gente. No conozco apenas a mis vecinos. El 15 de agosto procuro desertar del barrio, pero si estamos, bajo a la calle. A los niños les gusta la pachanga, les divierten los borrachos, les flipa ver a su padre perder veinte euros intentando darle a un peluche que cuesta dos con una escopeta de feria. Y cuando volvemos a casa, si cierro los ojos y les huelo el pelo, puedo imaginar que los he disfrazado de bocata de panceta. PATRICIA GOSÁLVEZ
Patatas y chistorra en Vilartagas
Fiestas de Sant Feliu de Guíxols (Girona) Del 29 de julio al 5 de agosto.
En mi memoria se llama Sandra. Tenía el pelo rizado negro y las manos llenas de alhajas. Me gustaba mucho un anillo que llevaba con dos cadenas que se cruzaban y acaban en pulsera y que mi madre no veía apropiado para mi edad (¿12 años?). Imaginaba una vida llena de aventuras, de pueblo en pueblo, con la excusa de vender patatas fritas con mayonesa. Nos carteamos un tiempo, hasta que Vilartagas, el barrio periférico que nunca pisó la gauche divine, puso fin a su modesta fiesta mayor y a mi semana de libertad con pasodobles a media noche.
Luego llegó Pedro. Vendía bocadillos y bebidas en la caseta de los comunistas en la verdadera Festa Major de Sant Feliu de Guíxols, la del centro. Siempre fue generoso compartiendo sus ideas y nunca reprochó mi fugaz y torpe compromiso sirviendo chistorras y cervezas. Tampoco mi padre se quejó de que su pulga, dibujada con esmero, no superase su tercer verano como la mascota estampada en la camiseta de la colla.
De ahí en adelante solo queda el recuerdo brumoso de los autos de choque, del calor, de la cerveza y del sudor con gusto a sal de aquellas noches de verano en la Costa Brava. REBECA CARRANCO
Virgen de las Cantigas
Virgen de los Reyes (Sevilla) 15 de agosto.
Cae el sol de agosto mientras una Virgen medieval pasea por Sevilla. Es difícil entender devociones capaces de olvidar termómetros que superan los cuarenta grados. Sin embargo, en Sevilla la festividad de la Virgen de los Reyes el 15 de agosto es un rito ineludible para buena parte de la población que incluso abandona por unas horas el retiro de la playa.
La Virgen de los Reyes forma parte de las imágenes fernandinas creadas tras la Reconquista. Había que borrar la huella andalusí, así que el rey y su hijo Alfonso X El Sabio impulsan un retablo mariano de vírgenes góticas. Recuerdo a esta Virgen de ferragosto que parece salida de una Cantiga de Alfonso X. La ciudad se llena de flores aromáticas y muy temprano sale la procesión para que al mediodía ya esté recogida en la Catedral, bajo el alivio de las sombras góticas. La Virgen aparece sentada, sirviendo de madre-trono a Jesús. Y hechiza su sonrisa enigmática.
Luego la gente regresa a las playas. La ciudad se queda vacía. Sin embargo, hay una liturgia secreta que cumplen sólo los muy devotos o los amantes de lo curioso. Es la visita a las vírgenes dormidas, advocaciones ligadas a la Asunción de María. Esas vírgenes no-muertas, que reposan como sonámbulas en camas bajo dosel dieciochesco se convierten en galería casi sobrenatural. Un prodigio extraño que surge sólo por un brevísimo momento del verano al abrir un relicario que guardara escenas del pasado. EVA DÍAZ PÉREZ
Flores, frutas y ramas
Corazones de Tejina (pueblo de la isla de Tenerife) 24 de agosto.
Mi hija Gabriela es pequeñita y aún no sabe que yo antes dedicaba agosto a buscar con los amigos fiestas de verano por todo Tenerife, con el salitre pegado a la piel, dinero para el ron y el deseo desbocado.
Que así fue como llegamos tantas veces a Tejina, en cuya plaza siempre había izado tres conjuntos de corazones de flores, frutas y ramas presidiendo la verbena mientras nos retorcíamos bailando. Aquellos corazones eran una ofrenda a San Bartolomé, patrón de Tejina. Y sobre todo, un símbolo arraigado de esfuerzo común en cada uno de los tres barrios del pueblo. Ricos y pobres aportan su dinero o su trabajo.
Tampoco sabe que en Tejina mi amigo Sergio se encontraría con Eli, y yo con Candelaria, su madre, que hace la mejor carne de cabra de la isla en el ventorrillo que abre la familia durante las fiestas.
Ni sabe que, si las heridas escuecen mucho, yo me refugio en las noches de Tejina del mejor de los veranos, cuando su madre y yo nos dejábamos llevar, abducidos por las urgencias del amor. JORGE BERÁSTEGUI
Babelia
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