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ida y vuelta
Columna
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Rayas en las paredes

En 16 años de tarea incesante, Carlo Zinelli hizo más de 3.000 dibujos. En 1971 cerraron el manicomio de Verona y ya no volvió a dibujar

Antonio Muñoz Molina
'Sin título' (1961), obra de Carlo Zinelli.
'Sin título' (1961), obra de Carlo Zinelli.

Lo único que hacía de la mañana a la noche Carlo Zinelli era dibujar. Se ponía delante de una gran hoja de papel en blanco y no levantaba la cabeza hasta que no la había llenado por completo de dibujos. Cuando ya no cabía ninguna figura más, ninguna de aquellas palabras escritas que intercalaba y que podían no tener significado, Zinelli le daba la vuelta a la hoja y continuaba por la otra cara. Una vez completadas, parecía olvidarse de ellas. Se paraba de vez en cuando para encender un cigarrillo. A veces se le quedaba apagado en la boca y tenía que volver a encenderlo. Fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca. En una bella necrológica de Roland Barthes, Italo Calvino escribió que esa manera de fumar era propia de los que habían sido jóvenes antes de la guerra. Zinelli lo había sido. Había nacido en el momento justo para que alguno de los matarifes del siglo XX lo enrolara en uno de sus ejércitos como carne de cañón. Nacido en 1916, en una familia pobre, cerca de Verona, Zinelli alcanzó la juventud en la edad justa para que le pusieran un uniforme y lo mandaran a una guerra, y como era pobre y había dejado la escuela a los nueve años y trabajado como pastor, fue directo a la infantería y a la primera línea. Estuvo entre los soldados italianos que mandó Mussolini a España a auxiliar a Franco. Sufrió un grave colapso mental y lo mandaron de vuelta a Italia, pero parece que al principio de la otra guerra volvió al frente, durante la invasión de Grecia, y a partir de entonces su trastorno fue definitivo.

En 1948 estaba ingresado en el pabellón de delirantes y agresivos en el manicomio de Verona. Le habían diagnosticado una esquizofrenia aguda. De muy joven le había gustado la música, y había sido un buen bailarín. Hay fotos suyas de fumador con estilo a la manera de Barthes o de un actor de los años treinta, con una pose muy italiana, el pelo hacia atrás, un bigote fino, el perfil aguileño. En el manicomio se fue encerrando en un mutismo interrumpido por murmullos, repeticiones de palabras, fragmentos tarareados de música. De su infancia solitaria de pastor le quedaba la dificultad de relacionarse con otros seres humanos y la cercanía con los animales. Recogía pájaros muertos e insectos en sus paseos por los patios del manicomio y se los guardaba en el bolsillo. Pájaros, insectos, cabras, caballos, gatos, osos, serpientes, burros, perros, tienen una presencia numerosa en todo lo que dibujó y pintó durante aproximadamente 16 años. También dibujaba figuras humanas que tenían orejas de caballos, largos picos de pájaros. Parecen siluetas de chamanes dibujadas en cuevas prehistóricas, figuras de antepasados mitológicos en la pintura de los aborígenes de Australia.

Adquirió el hábito de dibujar cosas con trozos de yeso en las baldosas de los pabellones, o raspando con un trozo de ladrillo afilado o un clavo en la cal de las paredes

Cuando llevaba unos años internado, Zinelli adquirió el hábito de dibujar cosas con trozos de yeso en las baldosas de los pabellones, o raspando con un trozo de ladrillo afilado o un clavo en la cal de las paredes. Un escultor escocés que vivía en Verona y que había ingresado voluntariamente en el manicomio queriendo curarse del alcoholismo observó por casualidad a Zinelli dibujando sus trazos por las paredes y el suelo. Con la ayuda de uno de los psiquiatras, el escultor convenció a la administración para que habilitaran un taller de dibujo y manualidades. Por primera vez en su vida, Zinelli tenía a su disposición una mesa de trabajo, grandes cuadernos de hojas en blanco, lápices de colores, pinceles, tarros de tinta, estuches de acuarelas. El silencio en el que vivía encerrado estalló en una elocuencia visual que no se detenía nunca, en un caudal de invenciones en los que la repetición obsesiva de temas y figuras derivaba en exploraciones de nuevas posibilidades plásticas, en saltos de estilo, en hallazgos de materiales ­inusitados. Encerrado en un manicomio, a mediados del siglo XX, Carlo Zinelli parecía que estaba inventando desde la nada y desde el origen los impulsos fundamentales del arte, la pasión humana por llenar de figuras y signos cualquier espacio accesible, de organizarlo y subdividirlo en patrones rítmicos tan rigurosos y cambiantes como los de la música. Zinelli dibuja las mismas cosas que podría haber dibujado un pastor o un cazador neolítico, o un nativo americano de las praderas; composiciones en las que se comprime el orden cósmico y toda la variedades de los seres visibles e invisibles, los reales y los inventados, los humanos y los animales y los que son las dos cosas a la vez. En un momento dado, los dibujos de los indios de las praderas incluyen rifles de repetición, locomotoras humeantes, uniformes azules de soldados: en la imaginación plástica de Zinelli, agitada por el sufrimiento mental, el mundo contemporáneo se mezcla con las presencias intemporales de los símbolos, tal como debería sucederle en sus pesadillas: hay fusiles, hay buques de guerra, hay filas de soldados, hay animales agujereados por disparos, hay explosiones y carros de combate, todo ello representado en el mismo estilo sintético, siluetas como garabatos, como jeroglíficos, sometidas a multiplicaciones y a repeticiones, con la compulsión del trastorno, con la monotonía aritmética de las masacres militares.

No había oído nunca el nombre de Carlo Zinelli. La lluvia inhóspita y el viento frío de abril me hicieron buscar refugio en el Folk Art Museum de Nueva York, cerca de Lincoln Center. Fue como entrar por sorpresa en una cueva prehistórica con las paredes llenas de pinturas, una cueva secreta que era también el gran teatro de la imaginación de un hombre. Las figuras y los motivos de Zinelli se agrupan con frecuencia en series de cuatro. Él ponía los cigarrillos de cuatro en cuatro sobre su mesa de trabajo en el taller de manicomio, y también los lápices, y las cerillas, y repetía la misma palabra cuatro veces, y estrechaba cuatro veces seguida la mano. En 16 años de tarea incesante hizo más de 3.000 dibujos. Terminaba uno y ya ni lo miraba, impaciente de comenzar otro. En 1971 cerraron el manicomio de Verona y llevaron a Zinelli a un establecimiento nuevo, con un taller mucho mejor instalado. Ya no volvió a dibujar. De algún modo el desconcierto de un espacio nuevo cortó en seco su inspiración. O quizás era que se dio cuenta de que ya no le quedaba nada más que dibujar, o estaba cansado. Murió en 1974, con 57 años, sin haber vuelto a tocar un lápiz ni un pincel.

‘Carlo Zinelli (1916–1974)’. American Folk Art Museum. 2 Lincoln Square. Nueva York. Hasta el 20 de agosto.

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