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Bajo los adoquines, el museo

Hace 60 años, el situacionismo proclamó la rendición de la vanguardia. Una muestra en Barcelona lo certifica

Manifestaciones anticatólicas en Irlanda en 1969, de Gilles Caron.
Manifestaciones anticatólicas en Irlanda en 1969, de Gilles Caron.fundación Gilles Caron

De la misma manera que los ingleses inventaron el retrato como una representación retórica del individuo, donde la posición de la cabeza, las manos, el torso y las piernas anuncian la gloria o un drama que está por venir, los franceses hicieron de él un arte social, queriendo sugerir que la pintura no trata de un asunto personal sino que pertenece a la historia, que los seres humanos, victoriosos o derrotados, aprenden, recuerdan y actuarán. El historiador Georges Didi-Huberman (Saint-Étienne, 1953), ideólogo de la muestra Insurrecciones, ahora en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, dibuja el rostro de la insumisión a lo largo de dos siglos como si fuera el retrato de Dorian Gray, con más pústulas y estrías que las que tiene la lucha social hoy. Era el riesgo de llevarla a un museo: que cada gesto, cada desorden, cada testimonio de agitación política representado por el artista terminara petrificado en un friso clásico de seres humanos en lucha que, como el caballo del Guernica, estiran sus cervicales para conquistar los cielos. Así exhibe el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) la retórica del combate y la lucha sostenida: multitudes, banderas, barricadas, represión, vandalismo, gritos, lágrimas. También poesía. Parafraseando a Huberman, imágenes pese a todo, conmovedoras, intensas, pero cuando se las ve en su conjunto tienen un cierto aire de tedio.

Dutschke 1968, de Wolf Vostell.
Dutschke 1968, de Wolf Vostell.

Todo es imagen e historia. La insurrección se produce como un gesto: los brazos se levantan, los corazones laten más rápido, los cuerpos se despliegan y se multiplican, las bocas escupen la mordaza. Las coreografías se hacen visibles en el espacio público. Hay imágenes desde la primera modernidad: los Desastres de Goya (¿no hay remedio?), la niebla matinal del puerto de Odessa en El acorazado Potemkin, los bronces de Julio González, los dibujos de Isidre Nonell o las más recientes de los desplazados en Europa. Es la lucha embalsamada, barnizada tres y cuatro veces bajo una extraña pero eficaz mayonesa de instantáneas. Hasta los psicógrafos situacionistas se asoman pálida y tímidamente, como si hubieran estado escondidos en depósito durante más de medio siglo. Guy Debord, padre del movimiento artístico más comprometido políticamente de la posguerra (1957-1972), bailaba sobre la tumba del arte con este guillotinazo: “La vanguardia debe rendirse sin más, su negación del arte, tomado ahora como arte, debe invalidarse de una vez. El dibujo de un bigote en la Mona Lisa no es más interesante que la versión original de la pintura”.

Hay que reconocerle a Huberman haber sabido elevar a otro nivel de prestigio la imposibilidad de la vanguardia: la Real Academia Insurrecta en el museo. Tal es así, que el recorrido, dividido en seis secciones, adopta la forma de uno de los conceptos que mejor definen la virtud cívica del pensamiento francés: la deriva. Parece divertido aunque en ocasiones apunta inexorablemente hacia la insipidez y arrogancia de una pequeña pero importante parte de la creación reciente.

Hace 60 años, el situacionismo de Debord fue capaz de concebir una política cultural que evidenció el capitalismo de mercadotecnia por los medios más insólitos, como participar en los consejos de trabajadores o la publicación de textos decisivos para el levantamiento estudiantil del Mayo del 68. “La cultura refleja, pero también prefigura, las posibilidades de organización de la vida en una sociedad dada”, escribió el creador del Jeu de la Guerre (1965), un tablero con fichas inspirado en el texto de Clausewitz que fue adaptado a videojuego en 2008. Y aunque el movimiento se disolvió en 1972, no cabe duda de que tuvo su vida después de la muerte a través de sus publicaciones, algunas fundamentales, como La sociedad del espectáculo que ahora cumple medio siglo de vida, con el capital acumulado que supone ser uno de los libros más genuinamente hegelianos del pensamiento francés. El estratega Debord también anotó: “Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación”. Lo hizo en un momento en que la cultura pop empezaba a entrar y salir en los circuitos artísticos como un chupachup en la boca de un niño.

Imagen del vídeo Cruzar un muro 2013, de Enrique Ramírez.
Imagen del vídeo Cruzar un muro 2013, de Enrique Ramírez.

A Debord le gustaba citar al poeta favorito de los surrealistas, el Conde de Lautréamont: “El plagio es necesario; está implícito en el progreso”. Solo desde esa obstinación absurda y distante, la que llevó a Asger Jorn a apropiarse del retrato de una niñita con una comba enrollada en sus manos y pintarle un bigote y perilla —el lienzo L’avangarde se rende pas (la vanguardia no se rinde, 1962)—, se puede sacar partido a la muestra. Dicho de otra forma: ser flâneurs de tiempo libre: la otra cara del trabajo alienado.

La muestra es un collage que intercala lo subjetivo y lo social, lo artístico y lo político, con un añadido de vídeos y fotografías realizados en los últimos 10 años que se exhiben desplegados como en una escena de pastores: rebaños que antes estuvieron extraviados se mueven ahora atendidos por el braco de Saint-Étienne. El discurso corre en deriva, en un deambular más surrealista que realista que el visitante debe recodificar, desviar hacia nuevas visiones, a poder ser subversivas. Tarea difícil, pues muchas de las imágenes de conflictos se muestran absurdamente estetizadas. ¿Querría Huberman revaluarlas dialécticamente? “No hay un vídeo, una fotografía situacionista, sino solo un uso situacionista de estos medios”. De nuevo Debord.

La exposición se presentó el pasado invierno en el Jeu de Paume de París y en Barcelona está ampliada con casi un centenar de obras procedentes de las colecciones del MNAC, del Arxiu Fotogràfic de Barcelona y del Nacional de Catalunya, destacando una selección de carteles y fotografías del periodo de la guerra civil española. De todo lo visto, queda el catálogo, que, esta vez sí, moviliza y saca las obras de las oscuras salas del museo, arrastradas por los textos de Judith Butler, Antonio Negri, Marie-José Mondzain, Jacques Rancière y el propio Huberman. Funcionan, al menos, como contraataque.

‘Insurrecciones’. MNAC. Barcelona. Hasta el 21 de mayo.

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