Muere a los 93 años Seijun Suzuki, padre del cine ‘yakuza’
La filmografía de serie B del cineasta japonés influyó a directores como Quentin Tarantino
Cuando cineastas como Kaneto Shindo, Shohei Imamura, Nagisa Oshima, Masahiro Shinoda, Hiroshi Teshigahara y Ko Nakahira emprendían su particular rebelión contra el clasicismo en el seno de la Nueva Ola del cine japonés, otros creadores libraban su propia lucha contra la uniformidad en el territorio del cine de consumo amparado por la industria. Entre mediados de los 50 y la década siguiente, dos nombres destacaron en ese ámbito por su acusada singularidad: Yasuzo Masumura y Seijun Suzuki, dos figuras que quizá podrían emparentarse, en su sostenida capacidad para trascender los moldes del cine de género con grandes atrevimientos estilísticos y conceptuales, con francotiradores del cine norteamericano de serie B como Edgar Ulmer, Joseph H. Lewis y Samuel Fuller.
La muerte de Seijun Suzuki a los 93 años de edad, víctima del enfisema que en los últimos años le condenó a no separarse de su respirador, deja un legado artístico formado por más de una cincuentena de títulos, que recorrieron géneros tan diversos como el melodrama, el musical, el erotismo, el cine negro y la película de yakuzas, territorio este último en el que el cineasta lograría sus trabajos más influyentes. Suzuki fue reivindicado –y respetuosamente copiado- por cineastas como Jim Jarmusch, que en su Ghost Dog (1999) emulaba casi plano a plano una memorable escena de Marcado para matar (1967) –la película que le costó su despido del estudio Nikkatsu-, y Quentin Tarantino, que en el desbordado clímax de Kill Bill. Volumen 1 (2003) se apropiaba de la brillante idea del japonés de rodar el combate final de La vida de un hombre tatuado (1965) colocando la cámara bajo un suelo de cristal. Capaz de mezclar en una misma película el cine de yakuzas, el wéstern y el musical y coronar el cóctel con un expresivo uso antinaturalista del color y con una dirección artística tendente a la abstracción pop –El vagabundo de Tokio (1966)-, Suzuki siempre reivindicó el sustrato tradicional de sus experimentaciones: mientras los críticos occidentales tildaban sus excesos de surrealistas, el director insistía en que lo suyo no era más que una lectura personal de la herencia del teatro kabuki, en cuyo código se armonizaban los colores intensos cargados de valor simbólico, el gusto por el artificio y la dramaturgia en clave no realista.
Con su aspecto de villano oriental sacado de una ilustración pulp, Suzuki, de quien se decía que era tan amigo del sake como remiso a la ducha diaria, tendió siempre a cultivar su propia leyenda, rememorando con mucho humor negro sus experiencias como soldado en la Segunda Guerra Mundial o la escasa nobleza de sus años de ingreso en la industria cinematográfica en calidad de ayudante de dirección en el estudio Sochiku: “Era un borracho melancólico y en poco tiempo se me consideró un ayudante de dirección con un valor relativamente escaso. En una empresa grande, como Mitsui o Mitsubishi, esto me hubiera granjeado el despido, especialmente en los viejos tiempos, pero como los estudios y los propios ayudantes de dirección trabajaban gracias al extraño equívoco de que eran brillantes artistas, se toleraba casi todo excepto provocar incendios, asesinar y robar”.
Su ingreso en el estudio Nikkatsu a mediados de los cincuenta le permitió abrirse paso hasta la dirección de producciones de serie B. La necesidad de marcar la diferencia con respecto a las producciones más caras que acompañaban a sus películas en programa doble y el aburrimiento que le causaban los rutinarios guiones que caían en sus manos fueron los factores que, a la postre, le convirtieron en un autor heterodoxo y, de paso, en una presencia incómoda dentro del estudio. Tras películas tan notables como La juventud de la bestia (1963) y El vagabundo de Tokio, Marcado para matar –cuyo héroe se excitaba sexualmente oliendo boles de arroz, en un clima onírico con mujeres fatales aficionadas a la entomología- fue la gota que colmó el vaso: el estudio le echó y, a pesar de que el cineasta ganó la posterior batalla legal, la industria le hizo el vacío condenándole a diez años de inactividad.
En 1980, Zigeinerweissen, película fantástica en la que un disco de Pablo de Sarasate desempeñaba un importante papel narrativo, le valió un premio honorífico en la Berlinale y anticipó su posterior reconocimiento internacional como uno de los grandes cineastas de culto, un infatigable inventor lenguaje en territorios marginales.
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