La liturgia de Sokolov
El pianista ruso se toma tan en serio su oficio que ni toca de trámite ni compone caprichosamente un programa
Los recitales de Grigori Sokolov tienen algo, o mucho, de liturgia. A un lado, sus fieles. Al otro, sobre el escenario, el pianista ruso ejerciendo en la penumbra (nada de focos para iluminarlo) de sobrio e impasible celebrante. El ruso, además, nunca decepciona: se toma su oficio tan en serio que es incapaz de tocar de trámite, o de construir un programa caprichosamente, o pensando únicamente en su lucimiento. A Madrid ha venido, por ejemplo, con una secuencia de obras que ratifica que, además de poseer unos dedos certeros, sesudos y ágiles, su cerebro también está muy bien temperado.
De entrada, la ortodoxia de la sonata clásica expuesta por Mozart casi con los recursos didácticos de un maestro de escuela, seguida de dos incursiones en territorios mucho más turbios y ambiguos: el luminoso Do mayor de la Sonata K. 545 versusel sombrío arcaísmo en Do menor del díptico formado por la Sonata y la Fantasía K. 457 y 475, emparejadas como ya lo estuvieron en la primera edición de Artaria. Tras el descanso, la sonata que ejerce de gozne entre los dos últimos estilos beethovenianos, la op. 90 (en Mi menor), como preludio natural de su despedida del género, la op. 111 (de nuevo en Do menor), ambas en solo dos movimientos: el trampolín como paso previo del salto definitivo al vacío. El conjunto forma un todo orgánico, coherente, incontestable.
Lo que mejor tocó Sokolov en la primera parte fueron la Fantasía y el movimiento lento de la Sonata en Do menor, que contienen la música más visionaria. Por buscarle un pero, su versión se habría beneficiado de menos pedal y de que los trascendentes silencios hubieran tenido un mayor peso específico. En la Sonata op. 90, el ruso buscó y encontró sus leves destellos schumannianos, pero su propósito fue depositarnos naturalmente en el umbral de la op. 111, que conoció en sus manos momentos deslumbrantes, tanto en lo conceptual como en la dimensión tímbrica de la música. Las variaciones del segundo movimiento sonaron a una lenta plegaria, a un ritual salvífico y doloroso oficiado por un sumo sacerdote que hizo más pertinentes que nunca las palabras de Thomas Mann en su Doktor Faustus: “Este segundo, enorme movimiento pone a la sonata punto final, y no hay retorno posible. Y cuando decía ‘la sonata’, entiéndase bien que no se refería en concreto a esta Sonata en Do menor, sino a la sonata en sí, considerada como forma artística tradicional. La sonata terminaba aquí, había sido conducida a su término, había completado su destino y alcanzado su meta, se elevaba y se disolvía: se despedía, en fin”.
¿Qué puede tocarse después? Nada. O, en todo caso, la última propina que, con su imperturbable generosidad, ofreció Sokolov: los 13 desnudos compases del Preludio núm. 20 de Chopin, en Do menor. Pero antes sonaron otras cinco de Schubert (Momento musical núm. 1), Chopin (Nocturnos op. 32), Rameau (L’Indiscrète) y Schumann (Arabeske) que tuvieron algo de sacrilegio. El ensimismado patriarca de la Iglesia Pianística Rusa ofrecía a sus devotos y fervorosos feligreses mucho más de lo que puede humanamente asimilarse.
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