Adiós, Gran Vía
¿En manos de quién estamos dejando el paisaje urbano, que cada vez pierde más carácter y se convierte en copia de Times Square?
Según me voy acercando desde Cibeles a la Gran Vía, los jueves por la tarde, me pregunto cómo estará la cosa para acceder a la radio. ¡Eh, no exagero, no es tarea fácil! Un gentío abraza al contorno del edificio para entrar a ese emporio del low cost al que sabemos son aficionadas algunas diputadas. El sueldo no les da, ya lo dijo Esperanza, para comprarse ropa a su precio justo. Veo a la muchedumbre subir y bajar por esos dos grandes raíles de empinadas escaleras mecánicas y recuerdo que en el día de su abarrotada inauguración tomé una foto desde abajo, la colgué en Instagram, y escribí un escueto pie: “¿Por qué?”. Me llevé una severa reprimenda de varios seguidores que consideraban pija y arrogante mi actitud. Hay que ver la agresividad que hoy en día puede provocar un simple “Por qué”.
En mi cabeza ronda esa defensa de Camus del “individualismo solidario contra la sociedad de masas”, pero no quiero utilizar como escudo a una autoridad del pensamiento, prefiero contar lo que veo. Lo que veo es a varios guardas jurados organizando en plena calle la entrada a la mega tienda. Colocan las típicas vallas naranjas alrededor del edificio y organizan la cola que tapona el portal de la radio. Más tarde, cuando tras mi intervención radiofónica me dispongo a salir con lentitud y cierto despiste del portal, uno de esos guardas me insta, con un gesto de la mano, a moverme con rapidez para que la multitud fluya. Dado que no reconozco como autoridad un servicio de orden privado en una calle que es tan mía como del dueño del negocio, me enroco en mi actitud y me quedo un rato en plena puerta convirtiéndome en un obstáculo humano para los que guardan cola. Es un insignificante y estéril acto de rebeldía, como el de un niño que luchara contra un tremendo oleaje, pero me resulta difícil obedecer y aceptar que los centros de las ciudades hayan sucumbido a las grandes corporaciones. Más aún me irrita que en aras de un supuesto amor hacia las clases populares se permita y se estimule la entrega total de la calle, a base de espacio en las aceras, de cartelería con frecuencia fea y abusiva, de publicidad que cambia completamente el paisaje urbano. ¿En manos de quién estamos dejando el paisaje urbano, algunas de sus vías más definitorias, para que estén perdiendo cada día su carácter particular y se conviertan en una copia más de Times Square? Y una cosa más que me pregunto siempre, ¿qué parte, aunque sea mínima, de responsabilidad tenemos nosotros?
Con nuestras costumbres diarias contribuimos al devenir de las ciudades. Estos día escucho los llantos por la desaparición del cine Palafox. Sí, mucha pena, pero ¿quién iba a ese cine? ¿pensamos que los negocios se mantienen solos? Nos lamentamos con frecuencia por la amenaza que las franquicias están suponiendo para el pequeño comercio, ¿pero quién está dispuesto a pagar unos euros más a fin de favorecerlo? Cada vez que alguien me señala el ridículo precio de una blusa, como un triunfo personal o como una disculpa porque en lo que va de temporada se ha comprado cinco, pienso en aquellos tiempos en que nuestras madres se compraban una prenda, una, según sus posibilidades económicas, pero atentas también a la calidad del tejido y del corte, porque la ropa debía cumplir un fin añadido a la belleza: tenía que durar. La austeridad era la norma. Se habían educado en ella. Nosotros, en cambio, hemos sucumbido sin reflexión alguna a la ansiedad del cambio constante. Lo que compramos es llamativamente barato y en una temporada se deshace, lo cual nos permite plantearnos cada estación del año como un gran cambio de ese armario que tiene ya un fondo ilimitado. Esta es una alianza entre los que ceden las ciudades a las grandes corporaciones y los que jamás cuestionan el comportamiento de la masa, porque sale más a cuenta mantener alto el orgullo de un pueblo acrítico, que es lo mismo que decir desmovilizado.
Cuando de esto se escribe hay también quien, en nombre del pueblo, habla del estúpido romanticismo de los defensores de la ciudad-postal. Y así, sin que unos y otros saquen la cara por ella, justificada la destrucción de su carácter por la ruina de los Ayuntamientos o en aras del derecho al consumismo popular, consiguen que una inmensa minoría evite determinadas zonas urbanas, dándolas por finiquitadas, excluyéndolas de su día a día. Me alegré en Navidad del cierre al tráfico privado en determinadas arterias, y me alarmé también por la ira que provocaba la medida en la oposición y sus votantes, pero el medio ambiente no está solamente en el aire que respiramos, también lo es el suelo que se pisa y aquello que tenemos delante de los ojos. Me pregunto si este proceso de deterioro que igualará todos los centros urbanos es imparable, si no tiene potestad para revertirlo un Ayuntamiento, si nosotros no podemos hacer más que asumirlo y andar rápido para no entorpecer la cola de los ansiosos consumidores.
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