Ana, Emma, Raúl y los ciento y la madre de la orquesta
Una gala que fue una multitudinaria terapia de grupo con 'horror vacui'
Ana Belén entra en los sitios vestida de la Ana Belén de las grandes noches y se despiertan los muertos, aunque sea de aburrimiento. Por eso, el suyo, vestida con un traje-hoja solo apto para las muy diosas, fue uno de los pocos momentos de los Goya en los que una individualidad se hizo dueña de una escena más abarrotada que el camarote de los hermanos en los que estamos pensando. Los presentadores, el director de la orquesta, la orquesta propiamente dicha, la platea en pleno, ora bostezando, ora partiéndose las palmas. No cabía ni un nota ni una nota más en ningún plano. Entre tanta peña y tanto ruido, era difícil distinguir quién diablos entregaba el premio y quién demonios lo recibía. En casa de los cineastas, encuadres de ciego.
Quizá para hacer piña ante el ninguneo de los jerarcas a su gremio, a alguien se le ocurrió hacer una multitudinaria terapia de grupo y diseñó una escenografía aquejada de horror al vacío. Un delirio de rostros, cables, micros y atriles, evocando quizá al infernal tinglado de un rodaje. En esas, solo algunos rostros capaces de aguantar tamaño maltrato, se salían del marco. El de Ana Belén, ya se ha dicho, el de Emma Suárez, reina de la noche con permiso de Penélope Cruz y Pedro Almodóvar que ejercían de Sus Majestades los Ídem del Cine Español en primerísima fila de la platea. El de Anna Castillo, actriz revelación por El Olivo. El de Roberto Álamo, dedicando apasionadamente su premio a los suyos en casa y en el tajo. Y el de Raúl Arévalo, que convirtió su Tarde para la ira en su noche de gloria. Una gala, en fin, atropellada, confusa y a toda leche, demostrando que la velocidad no siempre es sinónimo de ritmo.
Seamos realistas: los Goya no son lo que eran. No hace tanto, se paralizaba el país y no se hablaba de otra cosa al día siguiente en todas las barras, que es donde se habla de lo que de verdad importa. Pero la globalización, Instagram y la proliferación de eventos, eventitos y eventazos nos ha dejado curados de glamur. Y de espanto. En ese terreno, cabe destacar, más que el despliegue de modelazos de ellas —esa Penélope, parando la circulación sanguínea del prójimo, esa Nieves Álvarez, escultura viva—, la entrada a saco en el armario de muchos de ellos —ese aplomo de varón dandi de Paco León, ese esmoquin sin solapas de Álex González—, demostrando que los señores pueden salirse del traje, chaleco y corbata sin perder un átomo de lo que todos sabemos que es masculinidad aunque haya tantas como hombres ahí fuera.
Por lo demás, lo de casi siempre. Nervios, instantes sublimes, ridículos espantosos, sonrisas y lágrimas. Dedicatorias de los premiados a sus padres, sus madres, sus actuales parejas, sus hijos, sus nietos y demás familia. Y dos o tres momentazos fuera de todo guion y toda escaleta. La llorera de Juan Antonio Bayona más ante el triunfo de sus colaboradores que ante el suyo propio. La torrentera de voz de Sílvia Pérez Cruz cantando desde las entrañas. Y el tembleque de Marina San José, hija de Pilar Cuesta, Ana Belén para dos siglos, aquejada quizá del síndrome de tener una madre icono de una época.