Paterson
Jarmusch ha rodado una película en homenaje al poeta William Carlos Williams
Un joven estadounidense conductor de autobús urbano, llamado Paterson, que reside en su pequeña ciudad natal del mismo nombre, sita en New Jersey, se levanta todas las madrugadas del año besando a su hermosa mujer todavía durmiente, Laura, antes de ir a trabajar. Es feliz en medio de esta humilde y rutinaria jornada, porque, en su modestia, ha comprendido no solo que el maravilloso sentido de la existencia se revela en los minúsculos visajes de imágenes dispersas que flotan en el aire, sino porque, desde la amplia consola en la que está embutido, puede apreciar el rebullir luminoso del mundo y captar el bamboleo intermitente de las conversaciones de los pasajeros que transporta. Aún más: al atardecer, finalizada su labor, regresa a casa y allí se encuentra con las variadas y sorprendentes iniciativas de su sensible mujer, que tampoco cree que el discurrir de lo cotidiano impida saborear la belleza de la vida. Por lo demás, Paterson saca también a pasear en el crespúsculo al perro, su rival, lo que le permite disfrutar de las distancias cortas en el callejeo, algo imprescindible para mejorar el aprecio de lo inesperado desapercibido en la percepción de lo corriente, la suprema opción de los poetas, esos inconformistas que nos evocan el soterrado secreto de lo conforme.
Así, como quien dice, de dos patadas, he resumido el encanto de la película —esa superficie epidérmica de lo real— titulada Paterson (2016), que ha rodado el cineasta estadounidense Jim Jarmusch, nacido en 1953, en homenaje al poeta compatriota William Carlos Williams (1883-1963), uno de cuyos libros más célebres se tituló precisamente Paterson (1946-1958), donde hay una estrofa que dice: “¡Dilo! No hay ideas sino en las cosas. El Señor/Paterson se ha ido/para descansar y escribir./En el autobús uno ve/sus pensamientos sentado o de pie. Sus pensamientos que se apean y se desparraman”. Este hondo convoy versicular lo ha transformado Jarmusch en el apretado haz de una semana de la vida de este par de jóvenes que son artistas sin saberlo, porque no se dejan aplastar por el sinsentido de lo consabido; esto es: dos ángeles, que descubren el rico angular de lo real.
¿Acaso puede uno, cualquiera de nosotros, sustraerse al compromiso de amar, lo más inspirado de nuestra rastrera condición mortal? En 1957, poco antes de morir y ya gravemente enfermo, William Carlos Williams publicó el libro Viaje al amor, en el que explicó la clave de esta nada fácil senda erótica. Lo hizo en un bello poema titulado La corona de hiedra, donde, tras advertirnos de que, a pesar de ser simples mortales, “podemos desafiar nuestro destino”, añadió: “El romanticismo no tiene que ver./El amor es/crueldad que con/voluntad, transformamos/para estar juntos./Tiene sus temporadas,/mejores y peores,/pero al fin el corazón/a tientas en la oscuridad/resiste/hasta que llega el fin de mayo./Justo porque lo natural es que las zarzas/desgarren la piel/he procedido a atravesarlas…”. Sí; el amor: la zarza ardiente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.