En el recodo de un sueño
Estaba allí el rumor de la madre, la evocación de la hija, la flor del invierno, aquella luminosa habitación abierta al cielo en la que pintaba flores y dibujaba rostros viejos o escuchaba música para escribir adrede, la historia de esos rostros, su soledad, su ruido, su rabia.
Costaba trabajo, en ese momento, imaginarlo sin moto, con la que había recorrido pueblos, desiertos y otros territorios que se parecían a los de sus novelas. En aquel momento, hace dos meses, acababa de publicarse de nuevo G., uno de sus grandes libros, y Alfaguara lo había reeditado casi todo. Y nosotros se los llevamos a su casa cerca de París, donde vivía lejos de aquellas montañas en las que fue vaquero acompañado o solitario, triste al fin, despegado de aquel suelo francés, y también de su suelo inglés, y de todos los suelos, pues ya vivía en el recodo de un sueño.
Tocaba los libros como si fueran esculturas, máscaras de un tiempo que se relacionaba con él por el sonido del pasado, esas palabras que construyó como quien esculpe; en las paredes blancas, el dibujo del rostro de su padre, por ejemplo, y en la conversación, arrancada a la inteligencia del silencio, aparecían su hija, su nieta y su madre, siempre presente, explicándole por qué no leía sus libros. No te leo para creer que eres el mejor de todos. Ja, ja, ja.
Le costaba reír a John, aquel vitalista que comía tortillas suaves en Betanzos, que acariciaba el vino peleón en las tabernas de Madrid, que pelaba con los dedos las gambas de Barcelona, que cuidaba del embutido como de los adjetivos de la vida, y que escribía con esa paciencia que tienen los pintores, los escultores o los grabadores, y que él tenía por todo eso y por su larga experiencia de agricultor en silencio sobre motos que se pierden en los susurros de los países.
En aquel momento, echado en su chaise longue, horriblemente dolorido, cargaba minutos sin tiempo hasta contestar las preguntas; siempre fue así, parecía que esas palabras luchaban contra un agente extranjero, como si un muro se hubiera levantado entre él y lo que salía por su boca. Uno piensa que las personas, sea el tiempo que pase, siguen siendo las que conocimos un día partiendo queso o bebiendo vino malo en las tabernas en las que su voz cantaba, como aquellos ojos azules. Y ya tampoco eran esos ojos azules.
En el calor doméstico de su invierno esos ojos se habían agrandado, como si se hubieran dibujado para persistir en su belleza, inundados sin embargo del susto y del abismo. Al final de la tarde, y aunque ya la frontera entre su cansancio y la vida no impedía su abrazo (abrrazzo, decía John, era su palabra española), parecía que él mismo iba a salir a la calle, a buscar su moto, a echarse otra vez al ruido del mundo.
Pero ya su vida estaba entre esos silencios de los que se levantaba como si describiera con su voz el dolor que sufría; era, también en ese momento, el dolor del mundo, ese miedo que sus ojos guardaban para que nosotros no supiéramos cuánto quedaba para que la tristeza fuera la última noticia de su invierno. Y ahora lo es, como una campana rota tañendo desde lo alto de un árbol que se llama Berger.
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