Conciertos bipolares
Los dos cuartetos de Penderecki, uno de 1968 y otro de este año, ofrecían la imagen del Doctor Jekyll y Mister Hyde
Decía Barthes que cada obra crea su lector. En el caso de las obras musicales, puede que este principio se traduzca en que cada obra de aliento íntimo aspira a dibujar su propio auditor y su espacio ideal. El Cuarteto número 10, de Schubert, es un paradigma de ello. Se lo define una y otra vez como obra de juventud y aprendizaje, lo es, sin duda; el autor tenía 17 años al componerlo; pero pocas veces se siente uno transportado tan poderosamente a un lugar en que te encuentras como a tres metros de los intérpretes, rodeado de no más de 15 personas, amigos todos, y sintiendo el calor de la chimenea cuando no el aroma del ponche y algunas viandas preparadas en la mesa. Frente a este pequeño milagro, el resto del concierto del Cuarteto Belcea no podía más que decepcionar íntimamente, por más que finalizara con el imponente Cuarteto nº 14, La muerte y la doncella y espaciara ambas obras con dos ejemplos de Penderecki, uno de ellos estreno mundial.
Liceo de Cámara XXI, CNDM. Cuarteto Belcea
Obras de Schubert y Penderecki. Auditorio Nacional de Música. Madrid. 13 de diciembre de 2016.
Se comprende que los conciertos tienen que ser así y te mentalizas de que hay que extraer enseñanzas de lo que propongan los intérpretes, el excelso Cuarteto Belcea. La primera sería la apuesta de confrontar dos cuartetos de Schubert a otros tantos de Penderecki. Lo explicó el viola, Krzysztof Chorzelski en un inglés suficiente. Pero la realidad es obstinada y los dos cuartetos del polaco, el Opus 2, de 1968, y el Opus 4, de este mismo año, ofrecían más bien la imagen del Doctor Jekyll y Mister Hyde. El más antiguo, ya con casi 50 años a sus espaldas, da un poco de rubor en la simplicidad de su rudo catálogo de brochazos; pero la versión siglo XXI del veterano ex-varguardista te deja perplejo; una suerte de post Shostakovich con gotas de un Bartók masticado, por más que bien articulado, Penderecki es un maestro, claro, pero con una realidad estética de ámbito indefinido. Para terminar de arreglarlo, aunque supongo que no sería aposta, el Cuarteto Belcea dio como propina un movimiento de Shostakovich (el terceto del Cuarteto nº 3), y entre el Shostakovich de verdad y su pálida emulación, sin Stalin y sin Juan Pablo II que lo confronte, se ponían las cosas en su sitio.
Quedaba la pieza grande de Schubert, el Cuarteto “La muerte y la doncella”, muy bien tocado en sus partes difíciles y algo balbuciente y falto de nácar en los sencillos pianísimos. Y es que quizá Penderecki destempló a estos formidables intérpretes.
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