Un año de mujeres… al fin
Una coincidente voluntad de rescatar a artistas olvidadas devuelve su relato al centro del debate. Lo mágico del fenómeno es que su presencia se extiende poco a poco a museos clásicos como el Prado o el MNAC
La primavera de 2016 empezaba fuerte en el Museo del Banco de la República de Bogotá, cuando decidían exponer los retratos de las monjas coronadas muertas, más de 40 en su colección. Las monjas —rodeadas de flores, atributos de santidad para la tradición colonial de los siglos XVIII y principios del XIX, y que nos acercan a la vida de clausura femenina en la cual la muerte se convierte en el momento álgido de la existencia— eran espectaculares pero, sobre todo, se releían inesperadamente por algunas jóvenes góticas. Una de ellas, vestida de negro —las medias agujereadas y el pelo fucsia pálido—, aparecía en las redes sociales sujetando orgullosa el catálogo de la exposición. La sorprendente imagen obligaba a revisitar la propia idiosincrasia de la vida conventual como modelo de libertades alternativas para las mujeres en épocas pasadas. Si la obra de arte se transforma con el tiempo, si se carga de capas de relatos, ¿será acaso posible repensar genealogías alternativas para los femeninos, nuevas narraciones, historias restituidas?
Alrededor de estas preguntas se inscriben muchas de las sorpresas especialísimas que han ido apareciendo en tantas instituciones del Estado a lo largo del año. Así, por Alcalá 31 —la sala de exposiciones de la Comunidad de Madrid, cuya labor de revisión de artistas jóvenes o más consagrados del Estado está cubriendo un hueco a veces un tanto descuidado por otros centros— han pasado Marina Núñez o Carmen Calvo. Por su parte, el Marco de Vigo y el IVAM han presentado sendos proyectos de Cabello/Carceller, siendo el del museo valenciano —Lost in Transition— combativo y precioso, al tomar la escalera como punto de tránsito —físico y metafórico— para un paseo de diferentes personas de la comunidad trans en la ciudad.
La gran sorpresa de este año que termina es Lorraine O’Grady, creadora expuesta en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo
La voluntad de “rescatar” artistas más o menos emborronadas ha sido uno de los puntos más enriquecedores del año. Son las mujeres que, situadas en un curioso lugar intermedio —ni jóvenes de una escena normalizada, ni “grandes maestras” aún—, exigen ser devueltas al relato. Es el caso de la artista de body art italofrancesa Gina Pane —portada del libro Body Art and Performance de la investigadora feminista Lea Vergine de 2000— en el Musac; y hasta cierto punto el de Anna Boghiguian, cairota de origen, cuyas instalaciones prodigiosas y desconcertantes —sobre todo las celdas de cera— formaban parte de la muestra La réplica infiel en el CA2M de Móstoles. En la misma exposición se podía ver a Teresa Lanceta, quien desde siempre ha partido de los tejidos y el tejer para sus reflexiones y que de la mano de Nuria Enguita —también comisaria de La réplica infiel— visitaba La Casa Encendida en otra muestra con una enorme carga poética.
En esta misma línea de “rescates” se podría situar la espléndida exposición del Reina Sofía de la artista india Nasreen Mohamedi —que se despedía de Madrid los primeros días de 2016—; y la que para mí al menos ha sido el gran descubrimiento de este año que termina: Lorraine O’Grady, quien ha pasado a formar parte de la larga lista de creadoras rescatadas por el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla estos últimos años. La artista, nacida en 1934 en Boston en el seno de una familia caribeña e irlandesa, utiliza la fotografía para reflexionar sobre las raíces y los desplazamientos, construyendo un peculiar álbum familiar en el cual la foto de la hermana fallecida se contrapone a imágenes del antiguo Egipto —como cuenta Berta Sichel en el texto— en busca de cierta genealogía insospechada.
De forma indirecta, también la exposición de CCCB vuelve los ojos hacia los femeninos en la muestra 1.000 m2 de deseo. Arquitectura y sexualidad. Mujeres y espacios se van superponiendo en las fantasías masculinas, de Joséphine Baker a Playboy o la habitación que Loos diseña para su mujer, Lina, un espacio sin cesuras ni divisiones, donde hundirse como quien se hunde en el cuerpo femenino.
En cualquier caso, lo mágico del fenómeno de las artistas que se van recuperando en el ámbito global — desde O’Keeffe en la Tate hasta Claudia Andujar en el MALBA— es la presencia que poco a poco van teniendo también en museos “clásicos”, como el MNAC o el Prado, y que pone de manifiesto la obligación que tienen todas y cada una de las instituciones de devolver a las mujeres al lugar que por derecho les corresponde. Además, unos trabajos vibrantes y sólidos ponen a cada paso de manifiesto su papel innegable como coprotagonistas de la historia. Ha ocurrido en el MNAC con la pintora modernista catalana Maria Lluïsa Vidal, puesta en valor ya en una muestra de La Caixa en 2002, y con la fotógrafa alemana Marianne Breslauer, viajera por España —visitando, entre otras ciudades, Girona y Montserrat junto a su amiga la escritora suiza Annemarie Schwarzenbach—, cuya muestra ha sido comisariada por Mercedes Valdivieso.
Por su parte, desde las salas del Prado la “gran maestra” Clara Peeters nos ha confirmado a todas, con sus bodegones meticulosos y fascinantes, el orgullo del oficio: el cuchillo con el nombre, los autorretratos camuflados o las pastas con forma de su inicial P subrayan cómo no hay templo inexpugnable para la destreza y la originalidad. A su lado, Brueghel —un poco a destiempo— contribuye a subrayar la diferencia entre un gusto muy moderno y otro que quizás no lo es tanto desde la mirada contemporánea. En este caso, “la moderna”, claro, es Peeters, así que no está nada mal como lección de historia del arte para un año 2016 repleto de mujeres… al fin.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.