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Mucho más que mescalina y fiesta loca

El libro '¡Bacalao! Historia oral de la música de baile en Valencia (1980-1995)' traza el relato colectivo de un tiempo que cambió el ocio nocturno desde presupuestos de vanguardia

El grupo Glamour en el año 1982.
El grupo Glamour en el año 1982.EL PAÍS

Valencia no era Berlín. Ni siquiera Manchester. Pero durante los años 80 fermentó en las discotecas de su extrarradio, en las carreteras que conducían a las cercanas localidades de Pinedo, Sueca o La Eliana, una forma muy particular de entender el ocio nocturno. En medio de la insolente efervescencia de una democracia recién recuperada, las noches se fundían con los días en interminables sesiones discotequeras que huían del sota, caballo y rey que encarnaban el slow (para bailar en pareja), el binomio del funky y la música disco y la inevitable rumba pop, y se beneficiaban del vacío legal sobre los horarios de cierre, congregando a miles de personas al ritmo de un menú de rock blanco y de guitarras en el que temas como Four Enclosed Walls (PiL), Kaw-Liga (The Residents) e incluso Tinseltown In The Rain (The Blue Nile) podían convertirse en insospechados petardazos para la pista de baile. Igual daba que fuera de día o de noche.

La ruta de las discotecas de Bakalao.
La ruta de las discotecas de Bakalao.EL PAÍS

Algunas discotecas cerraban para disimular un par de horas, a las seis de la mañana, y luego volvían a abrir hasta la tarde del día siguiente. No ocurría en ningún otro rincón del país. Solo en aquella Valencia que, buscando su sitio al margen de la Movida madrileña (y su versión gallega, los ecos del rock radical vasco o la Barcelona preolímpica), se preciaba de acoger el primer concierto de Soft Cell en España, o las primeras visitas de Stone Roses o Happy Mondays, ya a finales de los 80. A su manera. A su bola. Un apunte ilustrativo: en 1986, mientras las bandas emblemáticas de la escena gallega fletaban un tren a la meca de Madrid, la modernidad valenciana alquiló un barco para irse a Ibiza. De hecho, más de uno se pregunta qué hubiera pasado si los DJs británicos Paul Oakenfold, Danny Rampling y Nicky Holloway (importadores del fenómeno acid house y alentadores de la cultura rave) hubieran pasado el verano del 87 en las discotecas de la carretera de El Saler valenciano en lugar de en las de Ibiza. ¿Habría cambiado el cuento?

Decía el personaje de Tony Wilson (Factory Records) en la película 24 Hour Party People que, caso de tener que elegir entre leyenda y realidad, es mejor quedarse con la leyenda. Pero más de 50 personas difícilmente pueden ponerse de acuerdo en contar la misma leyenda. Y ese es el gran valor de ¡Bacalao! Historia Oral de la Música de Baile en Valencia (1980-1995) (Contra), en el que el periodista y DJ barcelonés Luis Costa da voz, en un relato colectivo apasionante y excepcionalmente hilvanado, a quienes vivieron aquella efervescencia de primera mano. “Había que tener muchos cojones para poner el Rock and Roll de Lou Reed en una sala en Valencia”, dice el DJ Carlos Simó sobre el trabajo de su colega Juan Santamaría en la primera mitad de los 80. Simó, Santamaría, Toni Vidal, Miguel Jiménez, Fran Lenaers, José Conca, Jorge Albi y otros disc jockeys y agitadores nocturnos de la época, junto a algunos músicos y periodistas - entre ellos Joan Oleaque, autor del imprescindible En éxtasi, ensayo de 2004 - recuerdan aquellos interminables fines de semana de tres días, en los que al ritmo de un menú musical genuinamente desprejuciado se daban cita punks, rockers, skins y góticos en templos del ritmo como Barraca, Chocolate, Arena, Espiral, Spook, Puzzle o ACTV. La euforia producida por la mescalina, droga del momento, redondeaba aquella ecuación, que reinó durante toda la década de los 80, y que a tantos jóvenes atrajo, llegados de toda España. Imparable efecto llamada.

Con el tránsito a los 90 vino el bajón. El derrumbe. El trecho que va de sesiones en las que no era extraño escuchar a Sisters of Mercy, Talk Talk, Simple Minds o Peter Murphy a los infaustos refritos de material antiguo (los pastelitos) y la dureza inmisericorde de los ritmos del gabber holandés o el happy hardcore, cuya versión paródica eran los pitufos makineros. Lo que separa el Bacalao del Bakalao. El encefalograma plano. Peores drogas, peor ambiente y decadencia, alentadas por la presión mediática y policial sobre la llamada Ruta, el sensacionalismo de una prensa aupada en el caso Alcàsser, la resaca de los fastos del 92, la crisis económica e incluso -hay quien lo apunta- el inminente relevo en el poder estatal y autonómico. De todo ello quedó el efímero sonido Valencia, el de los Megabeat e Interfront, y la tardía popularidad de Chimo Bayo, quien, en plena promo de su novela No iba a salir y me lié (junto a Emma Zafón), no ha encontrado un hueco para compartir su recuerdo en un volumen -el de Luis Costa, decimos- que pone en valor a todos aquellos quienes, más allá de la fama, cardaron la lana.

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