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25 años de la muerte de Freddie Mercury: Así vivió sus últimos días

El músico trató de conferir normalidad a su vida hasta sus últimas consecuencias, trabajando a destajo

Freddie Mercury, en una imagen de archivo en un concierto.Vídeo: Steve Jennings WireImage / EL PAÍS

En febrero de 1987, Prince editaba un single mayestático -que diseccionaba algunos de los males de los años 80 con sintética clarividencia- en cuya primera línea de texto se hacía referencia, sin nombrarlo, al SIDA. Solo dos meses más tarde, aquella “gran enfermedad con un nombre pequeño” que el genio de Minneapolis empleaba para descorchar el rotundo relato de Sign O' The Times se colaba ya en el organismo de Freddie Mercury, pese a que él se empeñara en negarlo ante una prensa ávida de sensacionalismo barato. Al menos si hay que creer a Jim Hutton, quien fuera pareja del líder de Queen durante sus últimos seis años de vida, Freddie Mercury fue la primera celebridad del mundo del rock en engrosar la lista de víctimas ilustres de la enfermedad, pero nada le hizo desistir de su deseo de aparentar normalidad y seguir trabajando hasta el último aliento. Hasta el punto de que tuvo que ser el 23 de noviembre de 1991, a tan solo 24 horas de su muerte, cuando por fin emitió un comunicado público para anunciar que había contraído la fatal enfermedad.

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El secretismo de Freddie Mercury se contradecía con el aspecto que mostraba en sus ya intermitentes apariciones públicas, pero se amoldaba al carácter de un músico que, en abierto contraste con su explosividad escénica, tenía aversión por las entrevistas y cualquier clase de exposición pública de su intimidad. Las pistas eran más que evidentes: la banda ya no había girado para promocionar The Miracle (Capitol, 1989) y la aparición del cuarteto para recoger el premio Brit por su contribución a la música británica, el 18 de febrero de 1990, mostraba al vocalista con un aspecto físico muy desmejorado, extremadamente delgado y pálido.

Quizá sea ese deseo por el que el trabajo de la banda siguiera su curso con normalidad el que explique por qué Queen no tramaron, en ningún momento, un álbum-testamento a la manera del último Bowie. Aunque cualquiera que prestase algo de atención al single These are The Days Of Our Lives, grabado en mayo de 1991, adelanto de Innuendo (y a su sombrío videoclip, rodado en blanco y negro), podría darse cuenta de que su letra suponía todo un epitafio vital, aunque fuera a través de un texto que el batería Roger Taylor escribió originalmente pensando en su prole, y que no tardó en mutar en último adiós a su frontman. En cualquier caso, la última canción en la que intervino Mercury fue Mother Love, luego incluida en el póstumo Made In Heaven (Hollywood, 1995), tal y como reconoció un Brian May que no tuvo reparo alguno en reclutar años mas tarde a Paul Rodgers (Free) o a Adam Lambert (concursante de American Idol) para reactivar la marca Queen en pleno siglo XXI. Sí, el show debía continuar, pero cabe preguntarse si a cualquier precio.

Desde el 24 de noviembre de 1991, la casa de Freddie Mercury en Kensington (Londres) se convirtió en lugar de peregrinaje para fans y devotos. Y la música de Queen, tan cuestionada en su momento por gran parte de la crítica (los adustos 90, con la aflicción grunge, el eufórico pero sobrio tradicionalismo brit pop o la amenazante tensión pre-milenio del trip hop, no mezclaban nada bien con sus fuegos de artificio), comenzó a ser vista con otros ojos y a relativizarse desde la distancia. No en vano, el transformismo escénico de Lady Gaga -su propio nombre artístico lo revela- o la ampulosidad de Muse son, para bien o para mal, hijos de los vigorosos y apabullantes modos escénicos de un artista cuyo personaje se impuso a todos y cada uno de los estilos con los que flirteó, ya fuera el rock progresivo, el hard rock, la música disco o el bel canto.

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