La explosión galáctica de King Crimson
El rock laberíntico y psicótico de la banda británica suena a acontecimiento
“Prohibido sacar un móvil durante el concierto. Solo se puede grabar con los ojos y la mente”. La advertencia por los altavoces era, a decir verdad, una invitación a dejarse llevar por el sonido estratosférico de King Crimson, una de las bandas más capitales del rock experimental de todos los tiempos. El respetable soltó una carcajada, cuando la dulce voz femenina dijo aquello, pero hubo poca broma. Primero porque los guardas de seguridad estaban atentos a cualquier movimiento con el peligro de requisar el dichoso aparato. Y segundo, y más importante, porque el grupo capitaneado por el inmutable Robert Fripp no admite distracciones ni regateos tontos: su rock laberíntico y psicótico suena a acontecimiento.
Mel Collins arrancó con una sugerente flauta, e incluso hizo un guiño al incluir parte del himno español en su comienzo, pero, pasado el ambiente relajado, estallaron las galaxias. Con su ejecución contundente y pesada, King Crimson inundó ayer el Palacio de Congresos de Campos de las Naciones, en Madrid, de un absorbente sonido fusión, que transitaba por territorios del jazz, el folk, el rock progresivo e incluso el heavy rock, con esas tres baterías, en primera línea y sincronizadas con detalle relojero, que daban un carácter imponente a canciones como Pictures of a City o Hell Hounds of Krim.
Tienen mucho de odisea instrumental, incluso cuando Peace: An End se sumerge en la melancolía en la voz de agudo líquido de Jakko Jakszyk. Su sonido es misterioso y adictivo, con un profundo oleaje de decibelios. Hay una urgencia controlada en las guitarras de Fripp y Jakszyk, escoltadas por el bajo frenético de Tony Levin. Collins aporta dramatismo con su flauta, saxofón o mellotron. Y los tres baterías (Pat Mastelotto, Gavin Harrison y Jeremy Stacey) nutren de fiereza el pasaje. Recrean paisajes casi sobrenaturales, con un aire apocalíptico, definitivo, como esas ecuaciones físicas que manejan el espacio, el tiempo y la materia para resolver enigmas humanos. Casi imposible permanecer impasible ante la impactante onda expansiva de rock, o lo que sea eso, de King Crimson.
Cierto que a veces pueden resultar demasiado excesivos en su trascendencia, convirtiéndose en una propuesta cargante para el aficionado de gustos primarios, pero su fuerza instrumental es innegable. Se mueven en escalas diferentes, de menos a todo, del fin al detalle minimalista o al silencio, siempre en continuo viaje. Esta “célula independiente”, tal y como le gusta calificar a la banda a Fripp, tiene identidad exclusiva. Etiquetar a King Crimson de rock progresivo o sinfónico es quedarse corto. Es reducir algo más complejo a una simple catalogación, más cuando el tiempo no ha dejado bien parado al rimbombante rock sinfónico, con toda su pompa y sus fuegos artificiales que no dicen nada décadas después. Aunque ya en los setenta bastaron tres acordes del punk para echar abajo tanto edificio sonoro de naipes. Con todos sus cambios de formación, con todas las manías y proyectos paralelos del genio Fripp —auténtico vehículo creativo del grupo—, King Crimson son mucho más. Un experimento en continuo movimiento, repleto de fiereza instrumental y buenas dosis de transgresión, con identidad de clásico y aroma marciano.
Decían por los altavoces que solo se podía grabar con los ojos y la mente. Visto y oído lo de ayer, en este esperado regreso, se puede decir que sí: será difícil olvidarlo, sonando como suenan aún a una galaxia lejana.
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