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El progreso ya no es lo que era

La globalización del mercado artístico ha descentralizado el monopolio de la oferta

'Towards the Corner', de Juan Muñoz, en la exposición inaugural de la Tate Modern de Londres, en 2000.
'Towards the Corner', de Juan Muñoz, en la exposición inaugural de la Tate Modern de Londres, en 2000.ZUMAPRESS / UPPA

Aunque un cuarto de siglo sea una cifra redonda como celebración de un aniversario, un guarismo no encaja significativamente en ningún relato histórico salvo como puntual memoria de un acontecimiento, lo que le desacredita por sí mismo para establecer un balance panorámico, y, si se quiere, aún más, si la materia observable es el arte, que se manifiesta con mayor elocuencia en largos periodos. De todas formas, hecha esta imprescindible advertencia para ajustar el valor de lo que cabe decir al respecto en este entrañable cumpleaños, también es cierto que cabe subrayar algunos aspectos que parecen estar caracterizando nuestra actualidad artística, sociológicamente marcada por su completa mercantilización, como lo acredita la desaparición del fenómeno vanguardista. Remarcado públicamente este problema desde aproximadamente la década de 1980, la pugna desde entonces se ha ceñido a un replanteamiento crítico del escenario artístico, teniendo en cuenta que los moldes institucionales, las estrategias y las figuras que habían protagonizado hasta hace poco su gestión parecen haberse cuarteado y sin que, por el momento, se atisbe estimulantes recambios alternativos. Sea como sea, tampoco conviene olvidar que el arte ha estado históricamente mediatizado desde su origen por intereses espurios aún más exigentes que los del mercado y, no obstante, logró sobrevivir, con lo que tampoco parecen adecuados los cantos de sirena apocalípticos, porque el arte siempre se ha reservado “el poder de su no poder”, una bella paradoja que expresa su intrínseca capacidad libertaria e intempestiva.

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Aparte de estas necesarias generalizaciones, en ese cuello de botella que llamamos actualidad ha habido síntomas concretos de una globalización del mercado artístico, que ha descentralizado el monopolio de la oferta, que, impulsada por los nuevos medios tecnológicos, ya no se ciñe a lugares concretos hegemónicos, como Nueva York, siendo a este respecto muy notable la pujante irrupción del mundo asiático, China, Japón y Corea del Sur, cuyos artistas emergentes compiten con los de los países occidentales. Por otra parte, junto con la multiplicación exponencial de los museos y centros de arte contemporáneo, las ferias y subastas internacionales han cobrado una insólita fuerza determinante en la orientación del gusto público, lo cual ha restado relevancia a las plataformas como las bienales y documentas, hoy casi al borde de convertirse en eventos turísticos. También la circulación de la información artística a través de la Red ha ampliado un ilimitado intercambio, que rompe con los restrictivos cauces habituales.

En cuanto a la actividad artística, hoy ya no se expresa a través de movimientos o grupos de sucesión alternativa, sino como tendencias que coexisten simultáneamente. Por otra parte, como el arte cambia, pero no progresa, y, por tanto, las indeclinables innovaciones que produce individualmente se pueden dar en cualquier ramal de las tendencias coexistentes, entre las cuales tan solo podemos discriminar las que mejor impactan puntualmente entre la grey social y redondear con ello su autorretrato ideal. Hecha esta salvedad, está claro que el componente de la tendencia hoy más prominente es el político, que transmite los mensajes críticamente más diáfanos sobre los desajustes perceptibles del presente, como, por ejemplo, hacernos conscientes de las perversiones artísticas del mercado, las, en general, del capitalismo posindustrial, los fenómenos bélicos imperialistas, el poscolonialismo, la ecología, el feminismo, la domesticación solipsista de la era virtual o cualquier otra degeneración de los ideales democráticos en los que se han asentado nuestros valores. Esta tendencia política, no obstante, no es reducible a la mera propaganda ideológica, porque, de ser así, como simple transmisión conceptual de mensajes, convertiría el arte en algo inane. Pero si el arte no puede ser solo político, tampoco el que no lo es explícitamente puede abandonar sus implicaciones éticas, porque la misión artística auténtica suma sin jamás restar. De manera que vivimos ahora también la pugna de ensanchar los horizontes de nuestra capacidad de significación, lo que ha sido y es la misión del arte, que aspira a serlo todo menos una simpleza; o sea que: ¡feliz cumpleaños!

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