Del ‘efecto Guggenheim’ al trabajo en equipo
El siglo XXI se inició, en España, con los últimos coletazos de los iconos arquitectónicos. Muchos de los grandes nombres pasaron a asociarse a grandes problemas presupuestarios
Hace 25 años, el Guggenheim que Frank Gehry estaba a punto de inaugurar junto al Nervión había conseguido atravesar un mar de dudas y estaba al borde de convertirse en la guinda que coronaría la transformación de Bilbao. Fue en 1997, y de pozo sin fondo que iba a devorar el presupuesto cultural, el edificio pasó a ser el motor que impulsaría las otras instituciones artísticas bilbaínas y, de paso, también la propia disciplina arquitectónica. Lo aseguró la desaparecida Zaha Hadid, la primera mujer en conseguir el premio Pritztker (2004), en las páginas de Babelia: el Guggenheim le había abierto puertas, el riesgo había logrado colarse en las trincheras de la arquitectura. La proyectista anglo-iraquí despegó y, tras firmar el MAXXI de Roma, el Centro Rosenthal en Ohio y varios auditorios en China, ideó la obra que daría la cara por un régimen absolutista en Azerbayán. Ese ha sido el destino de tantos edificios icónicos: Koolhaas reiventando la arquitectura para cuajar la sede de la televisión china en Pekín o Norman Foster modernizando Kazajstán.
El siglo XXI se inició, en España, con los últimos coletazos de los iconos arquitectónicos porque todos los alcaldes querían su Guggenheim. Con el tiempo, muchos de los grandes nombres —de Peter Eisenman a Santiago Calatrava— pasaron a asociarse a grandes problemas presupuestarios. Entre tanto, los más jóvenes ya hablaban de cambio de paradigma. Y no sólo hablaban: defendían que la gran arquitectura no podía conformarse con trabajar para el 5% de lo que se construye en el mundo y abogaban por la responsabilidad social e histórica —no sólo cultural— del arquitecto. Se destruyó así otro de los mitos de la arquitectura: su autor no es un hombre solo iluminado sino un equipo de personas que trabajan al unísono.
Tras una época de premios Pritzker deconstructivistas —los últimos coletazos de una teoría que se empeñaba en proyectar atendiendo a malabarismos intelectuales y desatendiendo a la realidad—, los premiados del último lustro reflejan ese cambio de rumbo. El chino Wang Shu ha demostrado cómo —incluso en un país como el suyo, dispuesto a arrasar el pasado para construir las ciudades del futuro— los restos, físicos y culturales, se pueden reciclar. Por su parte, el chileno Alejandro Aravena ha defendido como comisario de la última Bienal de Venecia que las favelas no son el problema sino la parte de la solución. El arquitecto como guía se perfila como el porvenir de una profesión que se reinventa. En medio quedan proyectistas ya históricos —como el catalán Enric Miralles, fallecido en 2000 a los 45 años— y edificios que crean escuela —como la Tate Modern de Londres—, pero la democratización de la arquitectura se contará en los próximos 25 años.
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