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Por si vuelven las brujas (y se quedan)

Con lo que ha pasado en Ferraz quizás convenga tomar distancia de lo inmediato y documentarse más bien acerca de la brujería del pasado

Manuel Rodríguez Rivero
El Conjuro de Francisco de Goya y Lucientes 1797 - 1798.
El Conjuro de Francisco de Goya y Lucientes 1797 - 1798.Museo Lázaro Galdiano

Como si se tratara de una grotesca representación de Macbeth, en la cueva de Ferraz, sede de uno de nuestros viejos partidos, se reunieron las brujas, mientras en el exterior estallaban truenos y relámpagos en forma de vela de armas militante convocada a través de las redes sociales. Las brujas de Macbeth carecían de iphones o samsungs, pero se aferraban a sus prolijos protocolos y manías, por eso invocan a los espíritus que les son propicios —el gato Graymalkin y el sapo Paddock— en ese “prologo” fundamental y controvertido que anuncia, en lenguaje críptico y brujeril, algunos de los grandes temas de la tragedia de Shakespeare: orden, caos y conflicto de poder. En Ferraz se invocaron otros más humanos: expresidentes, presidentas, barones y baronesas in pectore, pero nada impidió que la reunión se aproximara en algunos momentos al aquelarre colectivo (pero sin catarsis), mientras el país (con minúscula, en este caso) se restregaba los ojos con incredulidad, tristeza y —por momentos— con el resignado cachondeo con el que siempre intentamos restañar los zarpazos del azar y la necesidad. Nos encontramos, desde hace más de un año, en un escenario político propicio a las artes de las brujas (tómese aquí como sustantivo epiceno: de hecho, hoy día ejercen el oficio más hombres que mujeres), de modo que quizás convenga tomar distancia de lo inmediato y documentarse más bien acerca de la brujería del pasado, un asunto del que existe abundante bibliografía y que resulta muy adecuado para la preparación del Halloween. El último libro leído (me apasiona el tema desde Las brujas y su mundo, del maestro Caro Baroja, Alianza, 1968) se titula precisamente El libro de las brujas (Alba), y consiste en un conjunto de documentos (incluida la muy difundida Demonología, de Jacobo I, 1597, el único manual cazabrujas redactado por un rey en ejercicio), protocolos e interrogatorios judiciales, editados por la investigadora Katherine Howe, y referidos a los casos más llamativos de brujería y juicio y condena de brujas (entonces sí mayoritariamente mujeres) en Inglaterra y, sobre todo, en sus colonias americanas, desde el siglo XVI al XIX, con especial énfasis en los sucesos de Salem (1692). Ahora ya sabemos que con aquel pretexto lo que se perseguía era lo distinto, lo que se salía de las normas y ponía en peligro la precaria cohesión hobbesiana de comunidades expuestas a amenazas exteriores, pero Howe exprime las fuentes que utiliza para resaltar los horrores: como en el drama de la pobre Eunice Cole, enterrada con una estaca clavada en el pecho. En todo caso, para mis improbables lectores que deseen documentarse acerca de brujerías españolas, les recuerdo algunos hitos imprescindibles: el del ya citado Caro Baroja, el libro clásico de Lisón Tolosana Las brujas en la historia de España (Temas de Hoy, 1992) y un par de mi admirada María Tausiet, que siempre ha tenido una mano envidiable para titular: Abracadabra Omnipotens (Siglo XXI, 2007) y Ponzoña en los ojos (Turner 2000). Por lo demás, les juro que en algún momento del aquelarre televisado me pareció escuchar a uno/una de los partidarios/as del líder dimisionario increpar a su némesis andaluza gritando su nombre de pila seguido de “bruja puta”; y, lo que son las cosas, Howe refiere en su libro el caso de una mujer inglesa condenada por haber asesinado a otra que le había llamado lo mismo. ¡Uf!: menos mal que ahora todo puede “coserse”, y pelillos a la mar.

Berger

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Beverly, madre y esposa

El próximo 5 de noviembre John Berger cumple 90 años, y desde aquí adelanto mi homenaje a uno de los intelectuales que más admiro. Dotado de un entusiasmo y una actividad ecuménica, además de la pintura (su primera vocación y el tema de su primera novela, Un pintor de hoy, Alfaguara), Berger ha cultivado (qué horrible verbo aplicado a Berger) la crítica de arte, el ensayo, la poesía, el teatro, el cine (guionista con Alain Tanner), la autobiografía, las memorias y, siempre, el periodismo de opinión. Marxista sin complejos ni conciencia infeliz, comprometido con todos los grandes temas de su tiempo, una de sus mayores preocupaciones ha sido el problemático engarce del arte (y muy especialmente la literatura) y la lucha política. Su libro Modos de ver (1972, Gustavo Gili), basado en una serie de televisión e influido por Walter Benjamin, cambió la manera de juzgar el arte de una generación a la que ya no satisfacían ni las simplezas de los marxistas doctrinarios ni la visión convencional de popes mediáticos tipo Kenneth Clark. Autor de una extensísima obra afortunadamente traducida en España (y no solo al castellano), de entre sus novelas, prefiero con mucho G —que obtuvo el Booker Prize— y, sobre todo, la trilogía De sus fatigas (Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag), todas publicadas en Alfaguara —una editorial que, más allá de sus avatares directivos, siempre se ha interesado por la obra del escritor—, además del inclasificable Rondó para Beverly (Alfaguara), un bellísimo testimonio repleto de ternura y sensibilidad acerca de su segunda esposa, que había fallecido poco antes, y para el que contó con la colaboración de su hijo Yves. Sería ingrato olvidarme (al parecer una vez lo hice, y aún estoy pagando por ello) de que buena parte de la obra de Berger publicada en español se debe al entusiasmo e insistencia de Pilar Vázquez, su amiga y principal traductora. Quede constancia de ello en mi pequeño homenaje al maestro.

Tetas

No creo que nunca me hubiera atrevido a regalarle a mi amiga, la señora X (que no se halla en su mejor momento oncológico), un libro acerca del cáncer de mamá si no hubiera caído en mis manos esa pequeña obra maestra de la autobiografía gráfica que es La historia de mis tetas (Reservoir Books), de la estadounidense Jennifer Hayden. Pero resulta que el volumen es, más que una “memoria del cáncer”, el recuento de una vida entera a partir del descubrimiento (que aparece muy tardíamente en el álbum) de la enfermedad. La protagonista nos relata, por medio de dibujos monocolores de trazo eléctrico y cáustico, la evolución de una chica bastante “corriente”: desde su obsesión prepubescente por su pecho plano hasta su posición como mujer en un mundo adulto que, como nos ocurre a todos, no era como nos imaginábamos: familia, amigos, vocación y trabajo, matrimonio, enfermedades. Todo a partir de que la narradora-autora comprendiera que el cáncer que se le declaró podría convertirse en un prisma desde el que contar su vida. Y lo hace unas veces con ternura, otras con ironía y, a menudo, con un humor que no hace ascos al surrealismo. Por cierto que, después de que lo hubo leído, mi amiga no me lo arrojó a la cabeza

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