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SILLÓN DE OREJAS

Apantallantes destellos frente al mar

A los medios que habían reído las gracias a Trump les ha entrado el canguelo y han dado un giro de 180 grados

Manuel Rodríguez Rivero
Cubierta de la revista Adbusters fotografiada en un quiosco.
Cubierta de la revista Adbusters fotografiada en un quiosco.M. R. R.

Según Marisol Schulz, la divertida directora de la Feria del Libro de Guadalajara, los mexicanos emplean “apantallar” (sin cursivas: el DRAE recoge el término) como sinónimo de “impresionar” o “deslumbrar”. Me lo explicó frente a la lámina de acero del mar en la bahía de Formentor, a la hora que T. S. Eliot llamó violeta, y poco después de que, en medio del apantallante silencio del público que asistía a la entrega del premio al editor y escritor florentino, Roberto Calasso hubiera ­pronunciado su discurso de agradecimiento rodeado de altísimos pinos a los que una iluminación entre espectral y pop coloreaba de un azul cobalto que parecía robado a Yves Klein. Este año, en las Converses de Formentor —un triunfo de su organizador, Basilio Baltasar, y de su mecenas, Simón Pedro Barceló— hubo momentos realmente apantallantes, y el bien trabado discurso de Calasso (una defensa oblicua de lo que representan estos encuentros de escritores y ­lectores en un mundo en el que se diría que de literatura solo “hablan” los paratextos editoriales y las frases publicitarias) fue el primero de ellos. En esta ocasión —y sin desmerecer a los escritores— me resultaron especialmente brillantes las escritoras: además de Victoria Cirlot —que glosó a Calasso—, Mercedes Abad, Sònia Hernández, Roser Amills, Beatriz Rodríguez, Marta Sanz, Berta Vias, Valerie Miles, Cristina Fernández Cubas, Lara Siscar y Lila Azam, hablaron profusamente de espíritus, fantasmas, almas en pena, arpías y sombras, es decir, de la parte más femenina de la imaginería gótica tal como se refleja en la cultura desde que los escritores de finales del XVIII empezaron a mostrar el lado oscuro del Siglo de las Luces. En cuanto a mí, insomne también en las siestas, aproveché el tiempo libre para leer dos libros breves de sendas conversadoras que les recomiendo: el sorprendente libro de relatos —en realidad, una narrativa tejida con mimbres de cuentos y viñetas temáticamente unidos— La mirada de los Mahuad (Lumen), de Berta Vias, y la estupenda novela corta Los Pissimboni (Acantilado, 2015), de Sònia Hernández, que se me había pasado en su momento, y en la que me sumergí tras leer casualmente, ya al final de las Converses, un incipit que me pareció prometedor: “Nadie quería a los Pissimboni”; una fábula, muy deudora tanto de lo gótico como de Kafka, sobre una familia/tribu que está donde no tenía que estar y añora el lugar donde quizá nunca estuvo del todo. Una alegoría con mucho de fantasmal, escrita con una prosa deslumbrante (apantallante) de puro desnuda, y en la que se tratan oblicuamente cuestiones como la libertad individual, el desarraigo, la incomunicación y el déficit de amor. Si aún no la han leído, no esperen tanto como yo para hacerlo.

Trump

Hace unos días, y muy cerca de la última casa en la que vivió Wilhelm Reich antes de que lo encerraran por loco y subversivo, un amigo estadounidense, un demócrata biempensante de los que creen que al final siempre triunfa el bien, me pronosticaba que Trump no ganará porque a los medios que le habían reído sus malditas gracias y lo habían encumbrado al principio de la campaña les había entrado el canguelo y habían dado un giro de 180 grados en su tratamiento del candidato republicano. No estoy muy seguro de que mi panglosiano amigo tenga razón. En Estados Unidos, un país con el que mantengo hace un cuarto de siglo (y renuevo cada verano) una apasionada e intensísima relación de amor-odio, el miedo es hoy una sensación que casi puede palparse. Es verdad, por otra parte, que posiblemente no existan en este planeta muchos lugares más seguros que las grandes ciudades norteamericanas, auténticas fortalezas pretendidamente asediadas por el Mal absoluto (encarnado en la última semana en el extraño —y oportuno: Asamblea de la ONU— episodio de Ahmad Khah Rahami y sus ollas a presión). Pero, quizá por la misma magnitud, extensión y radicalidad de las medidas contraterroristas y preventivas, el miedo se ha convertido en una emoción cotidiana, incluso imprescindible, que ha ido permeabilizando el imaginario de los ciudadanos, convencidos de que “lo que quiera que sea” (es decir, un atentado) puede pasar “en cualquier momento”. Trump, que a veces se presenta como una especie de cirujano de hierro sin bisturí visible, controla los resortes del miedo: su discurso político consiste básicamente en hablar de lo que lo produce, en prometer que sólo él puede conjurarlo. Muchos estadounidenses admiran la retórica vacía y perentoria de quien puede llegar a ser el presidente más viejo (incluso más que Reagan) que ocupa la Casa Blanca, avezado empresario y ­autor de media docena de long sellers que se siguen vendiendo en la sección de business de las grandes cadenas y de los aeropuertos, y en los que explica cómo y por qué ha triunfado hasta convertirse en el Scrooge McDuck (Tío Gilito) de la construcción y los negocios (también en Atlantic City, la capital del juego en la Costa Este). Por ejemplo, miren qué perla: “La gente se sorprende por lo rápido que tomo las grandes decisiones, pero he aprendido a fiarme de los instintos y no a darle vueltas (overthink es la palabra que emplea) a las cosas”.¡Glup!: reconozcan que esta primacía de lo intuitivo (en el fondo: de lo que le pide el cuerpo) no es la más tranquilizadora credencial para quien puede llegar a tener acceso al temible botón rojo. Bueno, pues los libros de, sobre, contra, para, cabe, bajo y ante Trump han proliferado tanto en los últimos 12 meses que han llegado a constituir por sí mismos un subgénero de los current affairs en las grandes cadenas de librerías norteamericanas (donde, por cierto, y sintomáticamente, también ha aumentado el número de adultos que compran su alimento espiritual en la sección de teen books, es decir, de libros para adolescentes). Entre tantas portadas sobre Trump que reproducen su icónica carota sanguínea (uno de los últimos libros publicados es Donald J. Trump: Is He a Psychopath?, de L. R. Parrilla), destaca la cubierta que le ha dedicado el último número de la siempre crítica revista Adbusters: una foto de carné gigante en blanco y negro del candidato, con el código de barras a modo de hitleriano bigotito y el escueto titular “Cool Fascismo”, que no hace falta traducir. Si non è (del todo, y todavía) vero, al menosè ben trovato. Y si finalmente llega a la blanca residencia imperial, que el mismísimo George ­Washington nos coja confesados.

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