La infamia como principio
Alberto Rodríguez se pierde en su tentativa de ser claro describiendo el proceso de una movida obscena en 'El hombre de las mil caras'
Existe un momento en El hombre de las mil caras en el que Luis Roldán, patético, corrupto, finalmente perdedor, acorralado por su ignominia y con la diferencia de que la mayoría de los componentes de la ciénaga estaban acorazados y que jamás podrían pillarles, exclama con gesto desolado: “Solo hice lo que hacían (o pretendían hacer, aunque esto es un invento propio) los demás”. En su caso, en este director progresista de la Guardia Civil, sociata de última hora en nombre de los beneficios que otorgaba el poder, farsante profesional que engañaba en su grotesco currículo sin que nadie comprobara sus títulos, cutre, impostor con infinito poder y ladrón de 1.900 millones de pesetas (sería mucho más y en mi condición de dinosaurio sigo pensando en pesetas y no en euros para calibrar la condición y el beneficio de los ladrones profesionales, 20 años antes de esa ignominia tan brutal y transparente del “Luis, sé fuerte”), se limitaba a recordar que su caso no era insólito, que le dejaran tranquilo disfrutar de un robo generalizado porque todo dios estaba pringado.
Niños, erais muy pequeños, pero investigad en las hemerotecas y descubrid qué fueron los años de plomo, con las cloacas del Estado viviendo el esplendor en la hierba, con el dinero del siempre indefenso contribuyente financiando a personajes siniestros.
Y pocos directores tan capacitados como Alberto Rodríguez —es muy bueno y posee condiciones tan naturales como para alcanzar el clasicismo en una cinematografía a la que prefiero no definir con su casi siempre patético nombre— para narrar historias complejas, para crear desasosiego en el espectador con argumentos que jamás son previsibles en su desarrollo. Y aquí se lía.
De acuerdo en que todos los personajes son mentirosos profesionales, en que la historia es tan complicada que para que llegue al espectador hay que narrarla de forma original y compleja. Pero se pierde Alberto Rodríguez en su tentativa de ser claro describiendo el proceso de una movida obscena. Y existe clima. Diálogos tan inteligentes como demoledores, personajes reales que pretenden inquietarte pero que no te pueden contagiar la menor empatía. Hay buen cine, un intérprete modélico como Eduard Fernández metiéndose en la piel de un hijoputa tan frío como pragmático, secuencias que evidencian que hay un creador detrás que tiene muy claro todo el retorcido universo que intenta plasmar. Pero no es una película redonda, se pierde en su pretendida complejidad. Está tan preocupada del tono que se olvida de la claridad. Es una buena, desigual e intrigante película, pero no lo que esperabas de un tío que acumula un talento excepcional, el de verdad.
Reseñar que el remake de Los siete magníficos, aquel western más que aceptable de John Sturges y que creó escuela, es una de las gilipolleces más planas y absurdas que he visto en los últimos años. Es innecesario.
Y también he visto una cosita involuntariamente surrealista, titulada Orpheline, en la que no sabes qué ha pretendido contarte el sofisticado autor. Al parecer cuenta la historia de una treintañera puta y delincuente que ha sufrido maltrato del padre desde que era niña.
Nada que ver con esa autobiografía salvaje de James Rhodes en Instrumental. Creo que aprenden cuatro actrices distintas interpretando a ese personaje, pero vete a saber. A lo mejor, es lo contrario. Que el director se aclare un poquito a sí mismo. Para mí es imposible. Y, de acuerdo, tienen morbo esas criaturas de boca sensual chupando los dedos de sus amantes.
Babelia
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