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José Echegaray
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el centenario de Echegaray

Se cumplen 100 años de la muerte del Nobel, cuyo teatro fue un grito en la conciencia del 98

Billete de 1.000 pesetas con el retrato de Echegaray.
Billete de 1.000 pesetas con el retrato de Echegaray.

 A los cien años de la muerte de José Echegaray no deja de sorprender el desprestigio en el que ha caído y el desprecio con el que se lo nombra. Cabe, pues, preguntarse por las razones que llevaron a concederle el Premio Nobel. Lo recibió en 1904, exaequo con el poeta occitano Frédéric Mistral (en un momento en que la literatura en lenguas no oficiales cobró cierto prestigio), y antes que ellos lo habían obtenido Prudhomme, hoy sólo presente en las antologías del parnasianismo francés, Mommsen, historiador de la cultura clásica, y Björnson, entonces prácticamente desconocido fuera de Noruega. No muchos de los premiados con el Nobel ocupan un lugar preeminente en la historia de la literatura. Ibsen, un dramaturgo tan importante, tanto para Björnson como para Echegaray, nunca fue distinguido. Conviene, desechando la característica envidia española que ha castigado a todos nuestros nóbeles sin dejar uno (de Juan Ramón se publicó en un diario madrileño que mejor hubiera sido premiar al burro), ser comprensivos y buscar la significación de José Echegaray en su época.

Gran parte del teatro de Echegaray resulta insufrible porque está escrito en verso y era un mal versificador. Abundan los ripios: “¡Por el cielo!... ¡Por tu madre!... / ¡Vendrás aunque no te cuadre!”, o bien, cada vez que un verso termina en el pronombre de segunda, el personaje tiene que jurar: “y entiende, por Belcebú, / que has de cedérmela tú”. Aunque el verso era habitual en el teatro realista (también Ibsen lo utilizó), estrenó 29 obras en prosa, de un total de 62 y, no lo olvidemos, las traducciones se hacían en prosa.

El Premio Nobel le llegó ya en plena decadencia, lo que explica la protesta de los jóvenes escritores españoles del momento. Alguno de ellos, sin embargo, supo moderar sus juicios. Azorín, ya en 1895, tras afirmar que el teatro de Echegaray es ilógico y deforme, asegura que “en su obra hay rasgos y tipos que revelan una concepción grande de la vida; su teatro ha servido de enlace entre el Romanticismo y las modernas tendencias, más serenas y delicadas. Sin él quizá no existirían ni Galdós, ni Sánchez Pérez, ni Gaspar, ni Codina”. Luego, en 1913, escribe que representó para la masa el ímpetu, la agresividad y el enardecimiento; su teatro fue un grito pasional y una sacudida violenta, hasta el punto de considerarlo uno de los factores del estado de conciencia que encarnaría la generación del 98.

Echegaray nació en Madrid en 1832. Fue ingeniero de caminos. En 1865 ya puso sobre la mesa la que sería la famosa polémica sobre la ciencia española. Revolucionario en 1868, siempre defendió posiciones liberales: “Amaba –escribe en un texto memorialístico- la revolución porque amaba la democracia, porque estaba profundamente convencido de que en cuanto triunfasen en España la democracia y la revolución, el país forzosamente había de transformarse, o, por mejor decir, había de regenerarse”. Ocupó puestos técnicos y políticos, incluso llegó ministro. Funda el Banco de España y se retira de la política para estrenar su primera obra dramática, El libro talonario, en 1874. No intenta, como tantos políticos decimonónicos, ganar prestigio en política haciendo una carrera literaria, sino que, al contrario, intenta romper con todo por el teatro. Murió en 1916, cuando las primeras manifestaciones vanguardistas han aparecido, pero ya no estrenaba desde 1905.

Encarnó en su teatro las propuestas de la burguesía del siglo XIX. Recordemos que, en Galdós, el ingeniero es siempre portador de la modernidad. Ya no importa, como en el Romanticismo, el sentimiento, sino la conciencia y la confianza que un individuo puede ofrecer. En O locura o santidad un rico burgués descubre que no es hijo de quien se piensa y, por lo tanto, su fortuna ha sido heredada irregularmente: si se supiera, dejaría de ser digno de fiar; la familia prefiere taparlo todo y encerrarlo en un manicomio. En El gran galeoto, la maledicencia inventa una relación entre la esposa de un banquero y su ahijado; la gente piensa que no se le puede dejar el dinero en custodia a quien no puede ordenar su casa. En La muerte en los labios, se cuestiona si debe castigarse al culpable cuando personas inocentes se verán afectadas por el castigo. En Conflicto entre dos deberes se duda si el agradecimiento debe imponerse por encima de la justicia. Estamos en una temática de época. Al fin y al cabo, Anna Karenina ha cuestionado la autoridad de Karenin, posible ministro del zar; Nora provoca la ruptura familiar porque contrajo deudas impagables sin saberlo el marido, alto cargo de la administración (que a Ibsen no le importaba mucho la simbólica marcha de la esposa, es que escribió otro final donde permanece en casa junto al marido y los hijos, versión que aún se representaba a mediados del siglo XX). Eça de Queirós, en Alves&Cía, tapa un adulterio porque sería malo para la empresa. La afirmación de la burguesía como administradora del capitalismo exige una nueva moral que Echegaray sube a los escenarios. Ello explica que se representase tanto fuera de España, allí donde existía una verdadera burguesía capitalista.

Pero también escribe dramas en los que tenemos una sensación de remake del teatro del Siglo de Oro: La esposa del vengador, En el puño de la espada, etc. Todo vale en ellos para conseguir un efecto y un aplauso. La Academia sueca los destacó como recuperación de la tradición teatral española. Más vale, sin embargo, olvidarlos. Pero pongamos en su sitio aquellas piezas que respondieron plenamente a unos intereses de época y que denunciaron, tras una reflexión psicológica, la ética social dudosa de una sociedad.

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