Mudarse
Toda mudanza, aunque transitoria, cambia algo en nosotros. Las horas que siguieron fueron tan raras como puede serlo un viaje alrededor de una habitación forjada en otro tiempo para otros fines.
Las casas a veces se rebelan. Te enrostran de buenas a primeras una prehistoria que te excluye, un mapa distinto del que llegaste a pintarles en el cuerpo, cuando desembalaste tus petates en sus cuartos. Hablo por despecho, sí.
Esta semana, la comunidad de vecinos de mi edificio anunció el reemplazo de las columnas de agua en el lavadero de cada piso. Guardamos jabón, lavarropas y, pertrechados como para una cuarentena, nos aprontamos a reciclar camisas y a lidiar con enjambres de polvo y mazazos.
Pero cuando el fontanero llegó siguiendo las cañerías desde el cuarto piso, caímos en la cuenta de que el estropicio acamparía en el lavadero original de la planta: el sitio del gran ventanal que mira al sur, donde ahora se encuentra el escritorio. ¡Horror!
Ni el mismísimo Víktor Shklovski, que acuñó el concepto a principios del siglo XX, habría sido más eficaz para lograr sumergirme en el “extrañamiento”. Ahí estaba yo, cual si acabara de caerme todo el formalismo ruso como un piano en la cabeza, forzada a desempotrar bibliotecas, mudar libros y preservar una década de papeles en 24 horas. Tomado con humor petersburgués, un doctorado sin anestesia en “desfamiliarización”, para ver con otros ojos lo de siempre y tratar de aprovechar la originalidad de la experiencia.
Toda mudanza, aunque transitoria, cambia algo en nosotros. Las horas que siguieron fueron tan raras como puede serlo un viaje alrededor de una habitación forjada en otro tiempo para otros fines, a la que devolvemos su desnudez quitándole nuestras marcas, la vida que le imprimimos al convertirla en guarida.
El proceso nos reencuentra con memorias que para los demás nada significan: mi colección de libretas, la grabadora de mi padre, una Geloso de cinta abierta que rescaté tras su muerte con la secreta ilusión de guardar su voz por siempre; un zoológico de papel maché que hospeda recuerdos; fotografías, cedés, apuntes...
Mientras empaquetaba, cubría, apilaba, embolsaba y trataba de poner a salvo lo que de otro modo se ajaría, me odié por no haber migrado ya al e-book, por no ser desapegada y minimalista y prometí nacer escandinava y de diseño si me toca un bis.
El azar puso fin al delirio, cuando el libro que tenía entre las manos cayó y se abrió en Volver a empezar, de Edgar Bayley: “No es para tanto. Te ayudaré. Recoge los granos de maíz. Los cantos rodados. Las cartas...”. No hay como un poema para conjurar desalojos.
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