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LIBROS

Esto es Londres, esto es la vida

Publicada en español la novela crucial de Selvon sobre la inmigración antillana en la Inglaterra de los años cincuenta. Un fresco de anécdotas de aquel submundo negro

Un oficial británico controla la llegada de inmigrantes a Londres en 1956.
Un oficial británico controla la llegada de inmigrantes a Londres en 1956.Haywood Magee (Getty)

En Blind Date (1959), de Joseph Losey, aducían que “Londres es como un espejo de cada uno. Si uno es feliz, es una ciudad muy bonita. Si uno está abatido, ya no lo es tanto”. No es mala teoría, y quien dice Londres dice cualquier ciudad mayor. Uno puede comerse los proverbiales mocos en una gran urbe, y nadie lo sabe mejor que quienes emigran a sus calles. A estos recién llegados (casi siempre ojipláticos y con remanentes exótico-rurales en materia de calzado), tras descubrir que todas las puertas se les cierran en las napias, solo les queda una opción: buscarse la vida. Y esa vida fluye por cauces subterráneos, en una red de subsistencia hecha de empleos precarios-pensiones-oficinas del paro-etcétera, que se ha ido tejiendo soplo a soplo desde que el primer fulano con maletas molidas y corbata cegadora llegó a Victoria Station.

El libro carece de trama. Es un fresco, fresquísimo, de anéctodas y picaresca del submundo negro de la capital inglesa

Sam Selvon (Trinidad, 1924) conocía el percal, pues había desembarcado en Londres con una mano delante y la otra detrás a principios de los cincuenta. Selvon era una molécula más del Windrush, o aluvión de ciudadanos de la Commonwealth que tomó al pie de la letra la propaganda colonial y se mudó a esa huraña madre patria de moneda premétrica, sexo masoquista y paños de cocina húmedos. Selvon condensó la odisea en su tercera novela, Solos en Londres, de 1956, que yo leí hace 20 años por una razón elemental: en Inside Outsider, la biografía de Colin MacInnes, afirmaban que era la directa antecesora de Principiantes (mi libro favorito por aquel entonces).

Solos en Londres es un libro poco conocido. Casi secreto, a decir verdad. Hasta hace muy poco, solo licenciados en Estudios Sociales o fans subculturales de lo negro estaban en el ajo. Según cuenta Paolo Hewitt en su antología The Shar­per Word (1998) —que incluía un fragmento de Solos en Londres—, a la muerte de Selvon, el mismísimo Martin Amis, decano del establishment literario de rancio abolengo, confesó que no tenía ni pajolera idea de quién era el antillano con sandalias aquel (Amis no lo dijo así). En cualquier caso, ese halo de tesoro desenterrado contribuye, cómo no, al encanto de la novela.

Otra cosa que se suma a dicho encanto es la lengua que utiliza Selvon, una especie de “dialecto modificado” de la jerga criolla, hecha inteligible para nuestros delicados oídos europeos. Al leer el original esto no se percibe tanto, pues el inglés es una lengua mucho más maleable y receptiva al slang que la nuestra, pero en la osada traducción española (de Enrique Maldonado) es imposible no ser zarandeado por frases de traca como “Bart tenía ambiciones que siempre son demasiado grandes por él” o “Chaval, no voy a preocupar mi cabeza”.

Es un texto casi secreto. Hasta hace poco solo lo conocían los licenciados en Estudios Sociales o los fans subculturales de lo negro

Solos en Londres es una novela que, como Seinfeld, va “sobre nada”. Quiero decir que, a todos los efectos, carece de trama. Es más bien un fresco, fresquísimo, de anécdotas y picaresca del submundo negro del Londres cincuentero. Solos en Londres, así, versa sobre batallitas, nenas y clubes, ropa llameante, tener “sentimientos fuertes” y “esta es la vida por mí, chaval”. Y es también una oda a la capital inglesa, por descontado (“decir estas cosas, vivir estas cosas, vivir en la gran ciudad de Londres, el centro del mundo”), pero no la de Harrods, el Royal Albert Hall o el club fustiga-lacayos de George Osborne, sino la que danza calipso en el Paramount y lava platos en Lyons, entre estufas de gas a chelín, té cenagoso, un “agujero que tiene un poco de calcetín por alrededor” y diez amigos gorrones.

Su narrador es el inocente y emocional Moisés Aloetta, pero chupan cámara de forma notable los secundarios: Capitán, Galahad, Gran Ciudad o Doce y Cinco. Sus voces y chisporroteantes acentos se unen en un libro dulce, sentimental, a menudo humorístico y que, a la vez, por contexto y mera existencia, es indudablemente político (“Tiene unos tipos de sentimientos comunes entre la Clase Obrera y los negros, porque cuando eres pobre las cosas son como igual, no tiene mucho arriba y abajo”). Releyendo Solos en Londres he tenido sentimientos fuertes, y apuesto a que ustedes, al leerlo por vez primera, los tendrán también.

Solos en Londres. Sam Selvon. Traducción: Enrique Maldonado. Automática Editorial. Madrid, 2016. 175 páginas. 17 euros

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