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CRÍTICA | TRISTÁN E ISOLDA

Sombras sobre Wagner

La Quincena Musical de San Sebastián acoge al Ballet del Gran Teatro de Ginebra bajo la dirección de Joëlle Bouvier

Un momento de la obra 'Tristán e Isolda', coreografiada por la francesa Joëlle Bouvier.
Un momento de la obra 'Tristán e Isolda', coreografiada por la francesa Joëlle Bouvier.GTG Gregory Batardon

TRISTÁN E ISOLDA

Coreografía: Joëlle Bouvier; música: Richard Wagner; asisitentes coreográficos: Rafael Pardillo y Emilio Urbina; escenografía: Daniel Dollé; vestuario: Sophie Hampe. Director artístico: Philippe Cohen. Ballet del Gran Teatro de Ginebra. Auditorio Kursaal de San Sebastián. 7 de agosto.

Tradicionalmente en la Quincena Musical de San Sebastián hay un solo y selecto espectáculo de ballet o danza, y siempre también, la importancia de la música se tiene en cuenta para escoger el título. Este año se ha seguido esa honrosa tradición y ha sido Wagner el motivo principal. El Ballet del Gran Teatro de Ginebra, con una progresiva deriva hacia la teatralidad y la nueva danza, abandonando su propio y prestigioso pedigrí sobre el ballet moderno y contemporáneo, ha escorado su repertorio hacia la nueva danza teatral más actual, y este Tristán e Isolda, comisionado a la suiza Joëlle Bouvier, es la muestra de ello. Wagner tuvo en vida una relación ríspida y agria con el ballet, y de hecho, solamente podríamos citar dos piezas expresamente escritas para bailar reseñables: la bacanal que abre Tannhauser y La violación de Lucrecia de la temprana ópera Renzi, que en sus versiones francesas, exigía en el ballet como parte del formato canónico. Muerto Wagner ya a principios del siglo XX comenzó un idilio entre los coreógrafos y los grandes temas wagnerianos, algo similar y que puede interpretarse como un castigo divino como lo que le sucedió a Mahler. Tristán e Isolda ha conocido múltiples y variadas versiones en danza y ballet en una pléyade de estilos que va desde la danza libre duncaniana al pre-expresionismo y llegando a una especie de apoteosis neoformalista con Maurice Béjart, que encontró en Wagner un referente expresivo de fondo y al que acudió como parte medular de su sistema estético.

Isolda fue tema bejartiano más de una vez, encabezado por su famosa aria de la muerte. La versión de Ginebra sigue a la letra el recorrido sumario del complejo libreto de la ópera original pero sin profundizar en la literalidad de la dramaturgia y confiándose a una poética libre que no siempre resulta coreúticamente plausible ni exitosa. Las claves estéticas de la coreógrafa aparecen repetidamente así como la influencia de sus asistentes españoles Pardillo y Urbina, que despliegan la intensidad acrobática y algo extrema que los caracterizó cuando eran pareja de baile y después siendo seña de identidad de su trabajo creador.

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Hay que hacer notar que la plantilla de danza del Gran Teatro de Ginebra se muestra cohesionada con un entrenamiento adecuado y en disposición de sumirse en ese irredento drama de amor y fracaso. Este Tristán e Isolda que es a lo largo de la hora y media de función un discurso bastante tenebroso y excesivamente oscuro podrá ser visto hoy en el Palacio de Festivales de Santander. El público donostiarra que abarrotaba las más de 1.800 localidades del Kursaal aplaudió calurosamente a los artistas.

La banda sonora estructurada bastante rudimentariamente usa fragmentos de la ópera homónima, pero la ficha técnica de la compañía ginebrina no aportó identidad de los cantantes ni de la orquesta ni del director, una falta notable y sensible recayendo como recae todo el peso estético de la función más en lo que se oye que en lo que se ve.

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