Pasión al cubo
Gardiner dirige una versión tan milimetrica como falta de chispa
Cuentan que alguien propuso a Gustav Leonhardt, uno de los más grandes intérpretes de Bach del siglo XX, dirigir la Pasión según San Mateo en algún momento de Pentecostés. Y que la respuesta inmediata del holandés fue: “¿Dirigir la Pasión según San Mateo con Cristo resucitado? De ninguna manera”. Leonhardt se mostraba así congruente con sus convicciones tanto musicales como religiosas, algo también en perfecta sintonía con lo que hizo durante toda su carrera al negarse a dirigir, al contrario que muchos de sus correligionarios, compatriotas y discípulos (Harnoncourt, Brüggen, Koopman), a orquestas en las que se tocaran instrumentos modernos.
Frente a su excepción, la regla es que pueden dirigirse agrupaciones convencionales e historicistas por igual (buscando generar una cierta ósmosis entre unas y otras) y que cabe interpretar la Pasión según San Mateo –o cualesquiera otras composiciones religiosas de Bach–cualquier día del año y en cualquier tipo de recinto, sacro o profano. Uno de los adalides de esta duplicidad –o, mejor, multiplicidad– es el inglés John Eliot Gardiner, que tan pronto dirige un programa monográfico dedicado a Stravinsky al frente de la Filarmónica de Berlín, regala un magnífico Roméo et Juliette de su adorado Berlioz en los masivos Proms londinenses o inaugura ahora la Quincena Musical de San Sebastián con, justamente, la Pasión según San Mateo de Bach al frente de The English Baroque Soloists y el Coro Monteverdi (con los hombres de ambas formaciones de impecable y profano frac). Todo ello en un lapso de pocas semanas. Al mismo tiempo, conviene recordar que también reservó el año 2000 para peregrinar por catorce países de Europa y América interpretando –y grabando– en más de cincuenta iglesias dos centenares de cantatas religiosas de Bach exactamente en el momento preciso del calendario litúrgico concebido por Bach para cada una de ellas. Pero no todo el monte es orégano.
Esta Pasión se inserta en una larga gira que arrancó en Valencia en marzo y se cerrará el próximo mes en Pisa, y que recaló, por ejemplo, en Bruselas el día después de los ataques terroristas en el aeropuerto y el metro de la capital belga. ¿Puede convertirse algo único, una obra concebida para interpretarse en un solo día concreto del año, en algo cotidiano? ¿Pueden sus intérpretes transmitir una excepcionalidad que, al menos para ellos, se pierde irremediablemente? ¿Puede el público experimentar su impacto recién llegado de la playa en una calurosa tarde donostiarra de agosto? Cada uno puede aventurar su propia respuesta ante esta Pasión en la que solistas vocales y coro cantan todos de memoria, lo que da una idea del descomunal trabajo previo para interiorizar la música y aunar voluntades. Pero su virtud más evidente es al tiempo su mayor lastre, ya que todo se halla tan milimétricamente planificado (silencios, movimientos escénicos, engarces entre números), tan controlado de antemano y tan celosamente dirigido después por la mente rectora de Gardiner que parece imposible que salte la chispa de la espontaneidad.
James Gilchrist es un Evangelista excesivamente sobrio, que no logra transmitir el texto con la inmediatez y la viveza de su compatriota Mark Padmore, con quien se alterna en esta gira. Y Stephan Loges es un Jesús con escaso vuelo lírico, de expresividad limitada y carente del halo que debe envolverlo. Miembros del Coro Monteverdi cantan todas las arias y recitativos, lo que da una idea de su calidad, a la vez que se traduce en constantes altibajos en las interpretaciones. Los solistas no siempre salen del coro que indica la partitura, lo único que chirría en medio de tanta precisión, y Gardiner decide ralentizar al máximo el tempo y prescindir de instrumentos en el coral Wenn ich einmal soll scheiden, una decisión tan eficaz como discutible. Por lo demás, todo avanza conforme al guion.
Dentro del muy alto nivel global, esta Pasión estival sin más rastro religioso aparente que los hábitos de monaguillo de la Escolanía Easo redobló su interés en algunos coros (Sein Blut komme über uns o Wahrlich, dieser ist Gottes Sohn gewesen) y arias (excelente Hugo Hymas en Ich will meinem Jesu wachen). Pero la pasión al cubo –en homenaje al edificio de Rafael Moneo– solo se alcanzó, al igual que en Aldeburgh en junio, con la soprano Amy Carson. Allí cantó una desgarradora versión de Blute nur y aquí volvió a regalarnos el momento más emotivo y espiritual de la tarde con Aus Liebe will mein Heiland sterben. Fue ella quien nos hizo vivir lo que Laurence Dreyfus ha llamado “la experiencia tridimensional” de la Pasión según San Mateo y solo por esa aria milagrosa ya mereció la pena todo lo demás.
Babelia
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