La palabra rompe el hielo
Entretenimiento y conocimiento se mezclan en la nueva novela de Jón Kalman Stefánsson
Es posible que no sea otra cosa que la complejidad, el abanico de matices, incluso cuando no afloran o se mecen en una elipsis, lo que convierta en literatura una historia. En la prosa de Stefánsson germina lo que Steiner denominó el eco fértil, la evocación inevitable. La tristeza de los ángeles (Harmur englanna, 2009) parece un díptico. Una primera parte corresponde a un interior islandés en el que una épica de lo cotidiano se yergue por encima de la vida doméstica, del costumbrismo sereno y entrañable de la taza de café caliente —más de una escena recuerda la pintura intimista de puertas, mujeres, lectura y silencio del danés Vilhelm Hammershøi trasladada al medio rural—, el saladero de bacalao o un anciano gruñón. La impronta de Selma Lagerlöf parece palmaria en estas páginas en las que la intensidad psicológica enriquece las relaciones humanas que ocupan una existencia terrenal desleída en el líquido ambiguo del sueño.
También se asoma la prosa lírica de la Woolf en Al faro en el trasiego de emociones, la connivencia del narrador y la precisión del espacio y la permeabilidad entre sensaciones y sucesos. Una segunda parte sale al exterior a narrar las aventuras del hombre confrontando su naturaleza tornadiza a la fuerza descomunal de la naturaleza. En realidad, son siempre avatares espirituales los que mueven la trama. La nieve y el viento, pero la honestidad y el miedo. El espíritu de Jack London confundiéndose con el de Charles Dickens. Disfrutará el lector con pasajes de acción cinematográfica en los que el cartero Jens y el muchacho anónimo que se esmera en leer Hamlet, el tópico del senex puer que transita por la novela desde la ficción medieval, recorren los fiordos, y a la vuelta de un párrafo creerá estar leyendo un libro de meditación porque los protagonistas parecen compartir apólogos desmenuzados en frases doctrinales. Y un lenguaje con frecuencia paremiológico (“la vida sólo es simple para los que carecen de moral”, “debes tener mucho cuidado con las palabras: al menos una trae consigo la muerte”) conduce a la idea de que hasta el menor detalle se presenta trascendido. No hay borrasca mayor que la que sucede en el interior del ser humano, y sin embargo la novela se empecina en describir un paisaje de cumbres borrascosas “que nos arrebatan un buen pedazo de cielo a los mortales” y un mar entendido como límite. La isla de Islandia convertida en alegoría y los hechos sucediéndose en un lugar llamado Lugar, a medio camino entre lo onírico y lo realista, metáfora indiscutible del mundo de la condición humana, como lo son Yoknapatawpha o Macondo.
La tristeza de los ángeles garantiza el entretenimiento pero por encima de todo aguijonea el discernimiento. Plantea las preguntas esenciales de la existencia sin complacerse en la conciencia de estar formulándolas. Sí es posible que sobren los introitos en cursiva, demasiado farragosos, ejercicios de virtuosismo del estilo que ponen a prueba a un traductor magnífico que logra que el castellano no parezca aquí el reflejo infiel de una lengua remota, empleada a la vez por el autor para ensalzar la belleza de una ballena varada en la playa, para describir un vestido azul celeste (“uno de los dioses ha arrancado un pedazo de cielo y la ha envuelto en él”), para que el lector sonría pensando en la micción masculina (“cuando dos hombres mean juntos, sienten florecer una suerte de empatía”) o para que brille como una gema su literatura, vernácula sólo en apariencia y siempre sutil: “El vino tiene el poder de cambiar nuestra percepción: una chica con hoyuelos más poderosa que la flota inglesa”; “Ha empezado a nevar. Ahí van las lágrimas de los ángeles. Toda la tierra está cubierta por una espesa capa de tristeza de los ángeles”.
Bastaba su novela Entre cielo y tierra, con la que la que ahora nos concierne comparte tradiciones ancestrales, la adolescencia o el placer por la lectura, para asegurar que Stefánsson es un narrador que disfruta trabajando con las palabras, jugando a la écfrasis, la antinomia, la anáfora o la acrisolada imagen poética (“la claridad de la mañana se filtraba y se clavaba en el espacio como una lanza en una bestia negra”). Acaricia su materia prima. De ahí que con suma frecuencia convoque al lenguaje en sus páginas. “¿Para qué sirve su literatura si no tiene el poder de cambiar el destino?”; “algunas palabras no se erosionan”; “lee hasta que dejes de apreciar la diferencia entre el texto y tú mismo”, “las palabras no son más que piedras inertes” pero “son ellas lo que cambia el mundo”.
Más allá de lo que pueda observarse a primera vista, tal vez sea el lenguaje entendido como un destello inexcusable de luz en la ominosa tiniebla del mundo lo que marque a fuego esta novela. El amparo de la voz frente a la oscuridad. La entronización de la palabra.
La tristeza de los ángeles. Jón Kalman Stefánsson .Traducción de Elís Portela. Salamandra. Barcelona, 2016. 316 páginas. 20 euros
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