Kendrick Lamar y Massive Attack cierran el FIB con una denuncia del desequilibrio global
El rapero angelino y el combo de Bristol brillan con fuerza en la última y mejor jornada del festival
Ahora puede sonar a ciencia ficción, pero hubo un tiempo en el que los festivales veraniegos, más allá del requerimiento lúdico que comportan para reunir a decenas de miles de almas, contaban a veces con actuaciones revestidas de hito, de las que graban a fuego el signo de su tiempo. Aún no contábamos con esta proliferación de citas, que a fuerza de repetición abortan la sensación de acontecimiento casi único, y todavía brotaban estilos de incidencia transversal. Massive Attack no solo son supervivientes de aquella época (como el propio FIB) por lo que hicieron en torno a algo bautizado como trip hop: también tienen la virtud de regenerar su discurso sin renunciar a un compromiso ético que se traduce en una gran pantalla de leds, desde la que tratan de atisbar algo de luz en medio del desorden mundial en el que estamos instalados. Invectivas contra el Brexit y el triunfo del miedo (desde su condición de hijos de inmigrantes). Reflexiones en torno a la utilidad de las siglas políticas o el torrente de sobreinformación digital que nos asola y apelaciones a la necesidad de resolver unidos los problemas globales se fueron sucediendo, escupidas con frenesí desde la trasera de su escenario, en otro de sus brillantes conciertos, el primero que daban en Benicàssim desde 1999.
Se anunciaba como una actuación salpicada de invitados especiales, pero no estaban ni Martina Topley Bird ni Horace Andy, sí en cambio Azekel y Young Fathers (dos de los colaboradores de su último EP, los segundos habían actuado antes por su cuenta en otro escenario) y, por supuesto, la imponente Deborah Miller haciendo de Shara Nelson en Safe From Harm y Unfinished Sympathy, acostumbrado cierre sin mancha de óxido tras más de dos décadas. Su impacto no fue tan cegador como otras veces, pero sí refrendó su habilidad para renovar su sombrío, magnético e intransferible discurso, tramado sobre atmósferas opresivas y lejos del satén de sus primeros tiempos, y alimentado anoche —sobre todo— por la savia joven de los escoceses Young Fathers (en cuatro temas), representantes de un hip hop nada ortodoxo que se nutre, al igual que hacen 3D y Daddy G, por la riqueza cultural que les aporta su condición de hijos de la inmigración. El combo de Bristol rescató —a su pesar— Euro Child, ante la espantada europea de su país, abundó en las aguas turbias de Risingson o Inertia Creeps y enmarcó otro show exquisito y sin apenas concesiones.
Kendrick Lamar comparte con Massive Attack su querencia por asumir la herencia de géneros negros y acabar extrayendo algo muy propio de ese legado, también mostrando un músculo sociopolítico que en su caso tiene más que ver con la defensa de la identidad racial, sempiterna asignatura pendiente en su país. Su concierto fue estratosférico, brindando un apabullante dominio escénico que no necesita pirotecnia, grandes brincos ni apelaciones continuas al efecto llamada-respuesta con su público, al que prefiere escrutar mirándole fijamente a los ojos. Flotando sobre la tarima con la ligereza de una mariposa y picando con la contundencia de una abeja. Nutridos por el soul, el funk o el jazz, los conciertos del rapero de Compton tienen poco que ver con cualquier convencionalismo hip hop, sustentados en una rotunda banda y sin MC. Habrá que dar la razón a quienes creen que si Marvin Gaye no hubiera sido cosido a balazos por su propio padre hace más de treinta años, quizá hubiera mutado en lo que ahora mismo encarna Kendrick Lamar. Un coloso que merece comer aparte. Un artista en estado de gracia.
El FIB confirmó anoche el imprevisible proceso de regeneración que le ha permitido, 22 años después, volver a ser uno de los festivales más frecuentados de España, superando incluso las cifras de eventos más mediáticos como el BBK Live o el Mad Cool. Más de 40.000 espectadores diarios (con lleno total el sábado) dan buena cuenta del resurgir de su marca. Además, ayer contaba con su oferta más consistente. Porque aunque no se librase de algún puntual momento susto o muerte (elegir entre el show X Factor de Jess Glyne o el AOR de Catfish & The Bottlemen, por ejemplo), deparó una secuencia sin apenas desecho.
La culpa fue de ese verso suelto que es el canadiense Mac DeMarco, con el zurrón repleto de canciones infecciosas y un sentido del humor que parece deudor de Frank Zappa; de los británicos The 1975 y su gomoso contagio funk pop de corte ochentero (en la onda Duran Duran o del Bowie de Let's Dance); de la sacudida eléctrica de los angelinos Fidlar; del embriagador pop psicodélico con acentos de la Costa Este del saguntino Alberto Montero, destilado con finura ante el solazo de la tarde (lo más parecido a Laudrup haciendo la croqueta sobre el césped embarrado de Las Gaunas, en símil futbolístico); del seductor magisterio de ese tótem —a quien aún se le debe veneración— que es DJ Shadow, e incluso de la fibra que aportaron los tenaces The Maccabees en su mejor versión. También de dos bolos que merecían más eco: el crujiente indie rock noventero de los británicos Hooton Tennis Club (filtrando con tino a Pavement o Teenage Fanclub) y el sempiterno oficio de Fernando Alfaro y sus Chucho.
El festival, que tiene más vidas que un gato, anunció ayer sus fechas para 2017, del 13 al 16 de julio. Y puso a la venta sus primeros abonos. No solo sobrevive. También revive.
Babelia
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