Calamaro, su dinero se lo gasta en elegancia
En Madrid, el músico desgranó sus temas como un hombre sin pasado ni presente
Muchas de sus mañanas en Madrid Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961) se levanta antes de las ocho, toma mate, escribe (ejercita el pulso, la mente) lee y después de pasar por el quiosco, donde compra el ABC, se mete en el Mercado de la Cebada, en el barrio de La Latina de Madrid, a comprar los productos que cocinará ese día. Sus brazos atrapan el pescado, lo pesan a ojo; son brazos tatuados en los que ha desaparecido el pasado y sobrevive el presente. En el pasado no solo están los malos momentos, sino algo más doloroso: los buenos. Calamaro, precavido, tiene tatuado el ahora: el nombre de su hija; un lema: “Vieja escuela”; un recuerdo para su actual pareja; un toro gigante, hermoso, que define una de sus grandes pasiones.
El Calamaro eléctrico, rockero, enseña sus tatuajes al agarrar el micrófono, al tocar la guitarra o al aporrear el teclado. Es el tigre enseñando las garras afiladas en los macroconciertos de Las Ventas de Madrid o de Obras en Buenos Aires, en aquel proceso que depositó al crío que había escrito Mil horas a los 22 años como leyenda joven del rock. En el Price de la capital de España, en la noche del viernes, Andrés Calamaro se presentó trajeado en el escenario con una americana que le cubrió los brazos; se la abotonaba y desabotonaba casi al compás del movimiento con el que se ajustaba la pieza, como si aún se estuviese buscando entre los trapos. No había pasado ni presente en el hombre de 55 años: era un hombre tan vestido que apareció desnudo. Lo resolvió a su manera, sobre una alfombra en la que reunió a Germán Wiedener al piano, Toño Miguel en el contrabajo y Martín Bruhn con la percusión: Romaphonic Sessions. Para él, con gafas de sol y manos de recién nacido, mirándolas como si acabase de nacer, se reservó el papel de cantante.
“En el ropero, dejé la campera de cuero, / ahora soy un torero retirado de los ruedos. / Mi dinero me lo gasto en elegancia, / esperándote con ansia en Plaza Francia”, cantó hacia la mitad del recital en su éxito de Honestidad Brutal, replicado por el Price. “Creo que todos buscamos lo mismo”, se arrancó con La Libertad después de un solo de armónica. Fue una pisada de elefante de la que nadie salió indemne. Volvió a retumbar con Estadio Azteca, con Tuyo siempre, con Algo contigo; con ellas desmenuzó su voz poniéndola en el mostrador de esas cocinas japonesas en las que al pescado se le resucita para comérselo.
Se celebraba Licencia para cantar, el espectáculo con el que Calamaro vuelve a reinventarse a través de boleros en homenaje a la Argentina (Soledad, Garúa, Milonga del trovador), revisando asuntos pendientes con Los Rodríguez (Copa rota, Para no olvidar, Algunos hombres buenos, Mi enfermedad, que parte del público más impaciente empezó a cantar por su cuenta en medio de su repertorio más íntimo) y cobrándose una cuenta consigo mismo a través de Paloma y Flaca, dos canciones de amor perdido que llevaron al público a agolparse frente al escenario como si exigiese el pago de una antigua deuda.
-Nadie recuerda un tuit -dijo a Efe Eme a propósito de sus polémicas en internet- , pero miles de personas recuerdan mis canciones. Y se enamoran con mis canciones, y llaman Andrés o Paloma a niños que engendraron fornicando con mis canciones de fondo.
"Hay que decirle la verdad a los estúpidos”, resume citando a 'The Newsroom’.
Calamaro, instalado en un perpetuo día del artista mundial, no escucha sus discos. Tampoco recuerda en frío sus canciones. Es parte de su identidad más contracultural y provocadora. Esa reinvención tan dylaniana, la forma de no tocar nunca igual un éxito, lo conforma como artista descarado que no se reconoce a sí mismo cuando visita los escenarios de su vida sin la nostalgia aparatosa con la que el personaje de Babylone Revisited de Fitzgerald trata de recordar los tiempos buenos, felices y destructivos del París de los exiliados.
“Feliz Orgullo. Saludo a los hombres y mujeres libres de Madrid”, anunció de inicio. “Hace 25 años”, recordó al final, “toqué por primera vez en Madrid, y cada vez me encuentro un público más profundo y más sincero”. Todo parece cerca cuando desde la juventud se ve el futuro, le hace decir Sorrentino a Harvey Keitel. Todo está lejos cuando eres viejo: es el pasado.
Calamaro, intemporal, toreó con la mano y con una camiseta argentina, saludó a la vida y a sí mismo, reencontrándose de golpe en el escenario ataviado de otro que era él, y después de dos despedidas clamorosas, que festejaban su vieja impunidad de hombre libre, regresó al escenario para cantar Media Verónica y El tercio de los sueños. Si vivir es jugar, Calamaro morirá jugando.
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