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Daos un puñetazo en la cara y caed muertos

Me acordé de la dadaista consigna de Tristan Tzara que da título a este Sillón el domingo por l anoche

Manuel Rodríguez Rivero
Jacqueline Chaumont y Rene Crevel en la obra dadaista 'El Corazón a gas', de Tristan Tzara.
Jacqueline Chaumont y Rene Crevel en la obra dadaista 'El Corazón a gas', de Tristan Tzara.

Me acordé de la consigna de Tristan Tzara que he tomado como título de este sillón melancólico y fracasado hacia las 23.00 del domingo, cuando ya estaba claro y sin vuelta atrás que casi ocho millones de españoles volvían a dar su aprobación (con insistencia plebiscitaria) a Mariano Rajoy, haciendo trizas no sólo las previsiones de todas las encuestas (“menos mal que los que las hacen no fabrican condones”, me emaileó mi amiga Amelia Solas), sino las esperanzas de buena parte de la ciudadanía. Como ya se ha demostrado en repetidos comicios, tanto la incompetencia de las agencias de sondeos como la corrupción de los políticos pagan muy poco en esta parte de lo que todavía llamamos Europa: ahí tienen no sólo el asombroso fiasco de las encuestas “a pie de urna” (a la mayoría de la gente le ponen de patitas en la calle por cosas mucho más leves), sino, por poner dos ejemplos de diferente magnitud, los apabullantes resultados de Valencia o Valdemoro, dos de los epicentros de las mas “asquerosas” tramas corruptas y consentidas. Para desgracia de casi todos, buena parte de los habitantes de este país parece seguir prefiriendo malo conocido a cualquier otra cosa, quizá porque nuestro ancestral estoicismo quevedesco nos sopla insidioso al oído que lo peor siempre es empeorable, de manera que virgencita mía, etcétera. El mandato de Tzara citado es uno de los 168 dardos dadá incluidos en el estimulante volumen (ideal para momentos depresivos y pensamientos suicidas) del mismo título; el profesor José Antonio Sarmiento, que sabe mucho de vanguardias, ha sido el antólogo de esos “dardos” y, sobre todo, el compilador, editor y prologuista del volumen Cabaret Voltaire (traducción de los textos de José Luis Reina Palazón), en el que se recoge una amplia selección de intervenciones, poemas, fragmentos dramáticos, diarios, entrevistas y canciones de personajes relacionados con dadá. Los dos volúmenes, editados por la Universidad de Castilla-La Mancha en el centenario del movimiento más rompedor e influyente del siglo de las vanguardias, dan cuenta de la fuerza, originalidad y pasión de aquella auténtica revolución en la manera de ver, sentir y asumir el mundo que se inició en la oscura taberna La Lechera (rebautizada para la ocasión Cabaret Voltaire) de la Spiegelgasse de Zúrich el 5 de febrero de 1916. Los principales animadores del proyecto fueron la pareja compuesta por el artista y poeta Hugo Ball y la cantante, animadora y también poeta Emmy Hennings, que llevaban tiempo viviendo juntos (“Dios ha inventado el concubinato, Satanás el matrimonio”, decía Picabia) y montando espectáculos de cabaret por Europa. Al éxito de aquel local, que pronto se convirtió en un polo de atracción de la abigarrada población transeúnte (espías, anarquistas e internacionalistas, desertores, aristócratas, bohemios, artistas) que la guerra había reunido en la ciudad, contribuyeron poetas (Tzara, Huelsenbeck), pintores (Arp, Janco), cantantes, diseñadores y, en general, todo el que estaba en Zúrich y tenía algo que expresar. Aquella “jaula de pájaros rodeada de rugientes leones” (Ball) se convirtió inmediatamente en un gigantesco happening en el que todo era posible, incluso la obra de arte total por la que había suspirado Wagner. Dicen (aunque el prologuista lo desmiente) que Lenin, que vivía en la misma calle y estaba empeñado en la composición de El imperialismo, fase superior del capitalismo, se pasaba de vez en cuando a curiosear y a ver qué se cocía en la trastienda artística de la guerra: Tzara afirmó que jugaba al ajedrez con él, y el pintor Marcel Janco asegura en una entrevista incluida en el libro que a menudo conversó allí con el líder de los bolcheviques. No deja de tener su punto imaginarse a Lenin escuchando, por ejemplo, a Richard Huelsenbeck declamar sus poemas “negros” mientras el público del cabaret, siempre participativo, contestaba “¡Umba, Umba, Umba!” (está documentado) con un entusiasmo muy diferente del que los campesinos, obreros y soldados utilizarían para responder a sus proclamas dos años más tarde en el Soviet de Petrogrado. En todo caso, nunca me podría imaginar a nuestro particular Ubú-Rajoy o a Moragas, su exitoso jefe de campaña, en un cabaret como aquel, donde todo el mundo se lo pasaba tan bien. Y eso que me pareció ver a los dos personajes dando torpes saltitos de alegría en el balcón del edificio de Génova, el mismo en el que Bárcenas preparaba y entregaba los sobres. Si las paredes hablasen.

Viajes

Ahora que viene el buen tiempo, se me ocurren dos soluciones para no caer en el más horrible de los muermos hasta que nuestros queridos políticos tengan a bien formar Gobierno (si es que esta vez consiguen dejar de preocuparse por el sillón donde aposentarán sus pequeños o grandes culos). Las dos tienen que ver con el viaje o, cuando menos, con el deseo de huir, de no estar donde solemos, de irnos por un rato. En Desaparecer de sí (Siruela), el antropólogo David Le Breton (que ya había publicado el breviario Elogio del caminar, sobre esa forma privilegiada de evasión reivindicada en la modernidad) explora con lucidez y rigor esa “tentación contemporánea” que es la ausencia, la desconexión, el decir adiós a lo que nos marca la cotidianidad de nuestras vidas. Le Breton explora esa necesidad de “tomarnos vacaciones” y las formas que reviste, desde la represión, la toxicomanía o los paraísos artificiales, a la búsqueda de aquella blancura no corrompida por el “sentido” en la que cabe aún la ilusión de “reconstruirse”. Desaparecer en cualquiera de sus múltiples posibilidades ha sido y es también un tema recurrentemente literario: Le Breton cita, entre otros, a Melville, Auster, Pirandello, Mankell o Simenon, en cuyas obras aparecen personajes que aspiran a “huir de sí” y darse a la fuga u ocultarse. En cuanto al viaje propiamente dicho, las librerías nos brindan estos días veraniegos y tórridos múltiples propuestas, entre las que destaco —ahora que la libra se ha puesto barata, ¡glup!el recorrido por las highlands escocesas de la mano del Diario de un viaje a las Hébridas con Samuel Johnson (1785), de James Boswell (Pre-Textos, 2016; competente traducción de Antonio Rivero Taravillo), donde, además de descripciones repletas de color local (muchos lugares pintorescos han desaparecido), anécdotas y reflexiones sobre personajes y modos de vida (los clanes), el lector conocerá de primera mano algunas de las peculiaridades de una de las relaciones de pareja literarias (pero no ficticias) más apasionantes del siglo de las luces, algo que se muestra en estos diarios con más frescura y espontaneidad que en la apasionante Vida de Samuel Johnson (1791), del propio Boswell (Acantilado, 2007), por la que el malogrado Miguel Martínez-Lage consiguió el Premio Nacional de Traducción en 2008.

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