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MIRADOR
Columna
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Caminar

Perder el tiempo es un gran pecado, o cuando menos una equivocación, en esta sociedad de urgencias

Julio Llamazares

Coinciden desde hace tiempo en las librerías varios libros y reediciones de otros ya antiguos con una temática común: la relación entre caminar y pensar, entre pasear y reflexionar, ya sea libre o voluntariamente. El arte de pasear, Andar y pensar, El caminante, Elogio del caminar, son algunos de esos títulos que se refieren de modo explícito a una actividad que siempre ha formado parte de nuestras vidas pero en la que pocas veces pensamos como algo más que un ejercicio físico. Ya el profesor García Gual prestó atención hace tiempo en el suplemento literario de este periódico a esa moda editorial y ahora vuelve a hacer lo propio una revista digital, Altaïr, denotando que aquélla no solo no mengua, sino que aumenta, como vienen a denotar nuevos títulos.

Ya el alemán Walter Benjamin inmortalizó la figura del flâneur baudeleriano, contrapunto urbano y moderno al excursionista o el caminante clásicos, propios del campo o de los espacios abiertos, que estaría más cerca de la figura del paseante tradicional, pero con un punto de distraimiento que le hace más novedoso. Caminar, en el contexto del mundo contemporáneo, podría suponer, al decir del francés David Le Breton, una forma de nostalgia o de resistencia, puesto que no deja de ser una pérdida de tiempo. Y perder el tiempo es un gran pecado, o cuando menos una equivocación, en esta sociedad de urgencias y de “disponibilidad absoluta para el trabajo o para los demás (convertida, con la aparición del teléfono móvil, en una caricatura)”.

De donde nace, por tanto, ese interés repentino de los españoles, y supongo que también de los europeos, por conocer las entrañas de una actividad a la que hasta ahora no se le había prestado mucha atención más allá de sus consideraciones médicas o deportivas. El descubrimiento de su valor filosófico, en tanto en cuanto el paso rítmico del caminante alienta su fantasía y su capacidad de ensimismamiento y de reflexión, por la gran cantidad de personas que sobreviven hoy en buena forma a su jubilación y que han hallado en las caminatas un nuevo modo de entretenimiento, podría ser una explicación, además de la mayor curiosidad de una sociedad cuyo nivel cultural ha ido en aumento, pero hay una segunda que a mí, caminante irredento y flâneur urbano, se me antoja también importante. Y es la necesidad que tenemos de interrogarnos mientras andamos, de separarnos de la corriente general, de transgredir normas que cada vez son más asfixiantes y que tienen que ver con el control completo de nuestras vidas por parte de ese Gran Hermano que hemos creado entre todos, voluntariamente o no. Caminar nos da libertad lo mismo que el pensamiento.

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