Cerveza caliente
Ben Brooks invita a la lectura de una ficción sobre el suicidio adolescente que a él mismo no parece interesarle. Cuando finalmente conecta con la historia, ya es demasiado tarde
Con apenas 17 años, Ben Brooks (Gloucester, 1992) publicó Crezco y se convirtió en un autor estrella de la narrativa anglosajona. No era para menos. Santo y seña de un público que encontraba en Brooks a alguien de su edad que hablaba de manera directa y sin pedir excusas ni parapetarse en sesudas argumentaciones sobre qué les pasaba y por qué aquello de tenerlo todo sin sentir nada no acababa de funcionar. Se usaba lo que se tenía a mano (sexo, alcohol, droga, televisión, amistad, Call of Duty) para edificar el eterno monumento Werther de cada generación, aunque en este caso, borrachuzo, chandalero, y siempre con la mejor e hiriente réplica televisiva que pueda esgrimirse contra mami. Brooks utilizaba el lenguaje de la Red y la tele, pero le metía el turbo de su talento para hacer hiperrealista el costumbrismo, recrear el imaginario tanto salingeriano como murakamiano del adolescente como un alien extrañado.
Ben Brooks tiene un talento narrativo innato y una manera insultantemente sencilla de lanzar sus personajes sobre un escenario y que aquello tome forma. Lolito colmó muchas de las expectativas y además abrió hueco en nuestro país, aunque, a mi juicio, no era tan redondo como el debut. Hurra se edita aquí antes que en su país. Siendo las coordenadas parecidas, Brooks trata de hacer otro planteamiento que no es sino la muerte adolescente. Ellen se ha suicidado lanzándose desde un aparcamiento de varias plantas. Tenía 18 años. Sus dos hermanos, Dan, el protagonista y la voz que nos guía por la novela, y Adam, junto a sus padres, conforman los personajes de la presente novela. Más tarde se nos juntará Saskia, proyecto de pareja de Dan. El entierro, la búsqueda de respuestas, las distintas maneras de enfrentarse al vacío dejado por Ellen, aunque más al vacío de darse cuenta que no sienten lo que deberían sentir. Ése es uno de los puntos fuertes de la narrativa de Brooks. Mostrar ese abismo sin épica ni (aparente) redención. Dibuja a sus personajes narcisistas como sus propios agujeros negros con una afectada inclinación por un cierto romanticismo más maternal que sexual. Hurra mantiene el pulso mientras su autor quiere. Escribe con su propio estilo y, al mismo tiempo, su caricatura, combinando los ingredientes del cóctel casi a piloto automático: dolor, humor, sordidez, escatología, placer, elevación y cerveza, mucha cerveza.
Pero Brooks urde un tapiz lo suficientemente fiable (aunque inverosímil) para que le aceptes lo que te gusta y lo que no. El personaje de Ellen es el mejor —y solo nos lo sirve a través de trozos de su diario o transcripción de mensajes de voz— mientras que Saskia es el más indigerible. La rutina funciona, pero uno tiene la sensación de que a Brooks, en un momento determinado, la historia deja de interesarle y ni se esfuerza por disimularlo. Eso contamina la lectura haciéndola aburrida, sin interés, nadie va a ningún sitio. Coincide cuando decide trasladar la acción a París, Berlín y Barcelona. No es un problema en las razones narrativas, sino en la indolencia en explicarlas, creer que basta con hacer decir líneas de diálogos incómodos a sus personajes, vacilar a camareros y seguir pidiendo cervezas para hacer literatura. El libro se deshilacha y aunque al final el pundonor de su autor conecta con la historia, la cerveza ya está caliente.
Hurra. Ben Brooks. Traducción de Zulema Couso. Blackie Books. Barcelona, 2016. 304 páginas. 19 euros
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