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El Broadway clásico pelea por seguir siendo relevante

Versiones de textos de Williams u O’Neill y nuevas obras como ‘The Humans’ actualizan el canon dramático estadounidense

Gabriel Byrne y Jessica Lange en 'El largo viaje hacia la noche'.
Gabriel Byrne y Jessica Lange en 'El largo viaje hacia la noche'.JOAN MARCUS

En tiempos de multiculturalidad, ¿quién se encarga del drama del hombre blanco estadounidense? Esta porción de la población sigue representada, mayoritariamente, por la época dorada de la dramaturgia del país, por Tennessee Williams, Eugene O’Neill, Arthur Miller y Edward Albee. Coinciden en Nueva York una versión reluciente de Un tranvía llamado deseo (Williams), con Gillian Anderson como Blanche DuBois entre muebles de Ikea, y un Largo viaje hacia la noche (O’Neill) de tres horas y media de montaje con Jessica Lange y Gabriel Byrne.

Como contestación contemporánea, una nueva obra, The Humans, del joven Stephen Karam, ha plasmado conflictos similares en solo 90 minutos, sin miedo a recurrir al tópico de una familia en Acción de Gracias y con la crítica a sus pies. ¿Es, por fin, momento de ampliar la plantilla en las vacas sagradas y mirar a la mal llamada “América profunda” con un prisma renovado?

Edward Albee, en conflicto

Único superviviente de la generación de gloriosos dramaturgos del siglo XX, Edward Albee se enfrentó a las preguntas sobre cómo envejecen las obsesiones de su obra al pegar todavía fuerte en 2002 con La cabra. Sus pulsiones violentas se trasladaron a la zoofilia y puso contra las cuerdas la corrección política, presentada como la otra cara de la moneda de la represión severa. Años después, definió en una entrevista con el Telegraph que, a propósito de otro de sus hitos, Un delicado equilibrio (que el año pasado interpretó Glenn Close en Broadway), su único objetivo era plasmar "nuestra incapacidad para ser objetivos con nosotros mismos". No hace falta decir que es un conflicto sin resolver.

The New York Times busca y encuentra alarmas vigentes en el nuevo tranvía y apunta que Stanley Kowalski es “el chico de clase obrera que dice que vota a Donald Trump porque quiere que vuelva la América fuerte y viril”. Quizá el electorado está gritando un “Stella” pueril para que alguien ponga a punto sus miserias y les dé crédito.

Tracy Letts, cuando emergió en 2007 como gran heredero de esos conflictos sofocantes con su celebrada Agosto, comentaba al llevar al cine su propia obra que, aunque bebía de los grandes nombres, no tenía más remedio que revisar el repertorio de frustraciones. Las nuevas libertades neutralizan algunas pero también alumbran otras.

“Puedes hacer otra vez Largo viaje hacia la noche, pero lo cierto es que esos personajes ya no nos hablan a nosotros realmente; al menos, no tal y como somos ahora”, dijo entonces Letts. A pesar de que el nuevo montaje de la obra de O’Neill aspira la semana próxima a siete Tonys, también en el Times apuntaron que el espectador “no puede evitar el sentimiento de que ese ambiente tempestuoso está artificialmente controlado”.

¿Un problema de formas o de fondo? El profesor de teatro del Borough of Manhattan Community College, Mark Donnelly, defiende a ultranza a los clásicos: el conflicto de la discriminación por edad (ageism), palabra tan de moda, no ha sido mejor representado que con Blanche DuBois, la falta de comunicación y el alcoholismo son imbatibles en el clásico de O’Neill, y tiene previsto tratar con sus alumnos Muerte de un viajante, de Arthur Miller, porque en ella se enfrascan las esencias del presente. Pero algo está cambiando. “Largo viaje... dura más de tres horas y las obras hoy en día duran 90 minutos sin intermedio. Las audiencias estadounidenses no tienen la paciencia para sentarse tanto rato. La gente está mirando los teléfonos en el teatro, se cansa. Es el ritmo de la sociedad de hoy”, asegura.

No solo la duración debe, con todo, actualizarse. También se pretende buscar nuevos ejemplos para viejos problemas. The Humans radiografía las emociones de siempre con reconocibles focos dominados por lo económico. Familias endeudadas por las universidades, apartamentos mínimos y un envejecimiento sin jubilación ni seguro médico. Con el personaje de una abuela que no puede subir al tranvía, unos tiempos en los que nadie teme (ni lee) a Virginia Woolf y un “panorama desde el puente” (como en el texto de Arthur Miller) que ha recalificado sus terrenos. Una sociedad, en definitiva, a la que no le sienta bien el luto.

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