Aparición de Silvestre Revueltas
Le importaban demasiado la política, las películas y las cantinas como para someterse a la astucia de quien se labra una carrera
Silvestre Revueltas decía que soñaba con una música para cuya transcripción no existían caracteres gráficos. Nació en la última noche del siglo XIX y murió de pulmonía en la Ciudad de México sin haber cumplido los 40 años, después de una noche de borrachera y mucho frío en la que parece que le regaló su chaqueta a un mendigo. La derrota de la República española y el desencanto de las promesas no cumplidas de la revolución mexicana habían acelerado su alcoholismo y su depresión.
Igual que Mahler, recordó siempre el primer impacto sonoro de una banda de música tocando por las calles del pueblo donde vivía de niño. Algo de la crudeza expresiva de los instrumentos de viento se escucha en sus mejores composiciones. Igual que Shostakóvich, Revueltas se ganó la vida cuando era muy joven acompañando películas mudas al piano. El hábito de la improvisación al hilo de las imágenes fortalecería su idea espacial, visual, escultural de la música. Si no encontraba notaciones adecuadas para la música que imaginaba, podía verla en las imágenes del cine y de la vida callejera, escucharla en los reclamos y en los gritos de los vendedores ambulantes, en los que encontraba un desafío de inspiración popular. A los siete años ya tocaba con brillantez el violín. En su provincia natal y luego en la Ciudad de México encontró una educación musical muy anclada en los academicismos del siglo anterior. Cuando escuchó por primera vez una partitura de Debussy, descubrió que la música que él había imaginado ya existía, como el adolescente literato que descubre que El proceso o Esperando a Godot ya fueron escritos. “Debussy me hacía el mismo efecto que un amanecer”, escribió.
Igual que Mahler, recordó siempre el primer impacto sonoro de una banda de música tocando por las calles del pueblo donde vivía de niño
Fue muy joven a estudiar a Estados Unidos, en Chicago y en Texas, y tocó en los cines y en las orquestas de teatro y de baile de Mobile, Alabama. Su formación y su sensibilidad eran mucho más americanas que europeas. Aaron Copland, Virgil Thomson, César Chaves, George Gershwin habían peregrinado con la debida reverencia modernista a París. Revueltas se mantuvo tan ajeno a la tentación europea y francesa como su coetáneo Charles Ives, otro raro de la música. Silvestre Revueltas solo estuvo en París de paso hacia lo único que le importaba entonces de Europa, que era la España republicana. Revueltas vino a España en una expedición de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, de la que formaban parte Octavio Paz y su esposa casi adolescente, Elena Garro. Vino a participar en el congreso de intelectuales de Valencia, en la primavera de 1937, pero nada más llegar a Madrid se las arregló para aventurarse en el frente de la Ciudad Universitaria, un gordo con traje y corbata perdido en la tierra de nadie entre las posiciones enemigas, preguntando a gritos dónde estaban los soldados leales, tirándose a una zanja para evitar los disparos.
Casi todo lo que sé sobre Silvestre Revueltas lo he aprendido de mis amigos del PostClassical Ensemble, el director de orquesta Ángel Gil-Ordóñez, el historiador y crítico Joseph Horowitz. Revueltas es uno de esos compositores que por accidentes diversos —en este caso la vida desordenada y la muerte prematura, el hecho de ser mexicano— no ocupan el lugar que debería corresponderles en la cultura musical contemporánea, que tiende de una manera tan tenaz a la esclerosis en las programaciones. Revueltas componía en largos arrebatos como de posesión, pero solo se dedicó a esa tarea con cierta constancia en los últimos 10 años de su vida tan breve. Compuso más música para películas y teatros de títeres que para severos programas sinfónicos. Le importaban demasiado la política, la protesta social, la vida común de la gente trabajadora, las películas, las cantinas como para someterse a la disciplina y a la astucia de quien se labra una carrera. Su música, tan poderosa en sí misma, resalta más en la rica encrucijada de las artes visuales de los años treinta, en la tensión entre la modernidad y la cultura de masas, entre la innovación formal y el activismo político.
En 1935 las mejores películas preservaban todavía la pureza visual y la sofisticación expresiva del cine mudo
Por esas zonas se mueve el PostClassical Ensemble, con un empeño no solo de recuperar obras poco escuchadas y nombres de compositores no habituales en las salas de conciertos, sino de situar esas músicas y esos nombres en el contexto de su tiempo, restablecer o iluminar sus conexiones con la política, con la vida social, los hechos históricos, todo lo que rodea y alimenta la música aunque no sea evidente en ella. Con sus corbatas de lazo y un mechón que salta en los aspavientos orquestales, Ángel Gil-Ordóñez tiene una doble mundanidad de director de orquesta y de profesor español en una excelente universidad americana. En su barrio de toda la vida, el Upper West Side de Nueva York, Joseph Horowitz es un anacoreta de la erudición y la pasión exigente de la música clásica, pero su conocimiento se extiende con igual rigor a la literatura y al cine, a la historia de la cultura a través de las grandes crisis del siglo XX. Su libro Artists in Exile, sobre la gran diáspora europea provocada por el nazismo y el comunismo, tiene la ambición de una crónica histórica y de una novela-río. Entre los dos, Gil-Ordóñez y Horowitz, llevan años difundiendo en Estados Unidos una visión radicalmente despojada de exotismo de las mejores músicas españolas, Falla, Albéniz, Óscar Esplá, o vindicando a compositores tan singulares como Bernard Herrmann. En algunas de esas aventuras, en las que suele participar el excelente pianista Pedro Carboné, he tenido la suerte de verme incluido.
La más reciente es otro gran redescubrimiento: el estreno y la grabación de la partitura íntegra que compuso Silvestre Revueltas para una película mexicana legendaria, Redes, que dirigieron en 1935 el fotógrafo Paul Strand y el cineasta austriaco exiliado Fred Zinnemann. Es difícil imaginar una conjunción más completa de talentos. Paul Strand sabía ser al mismo tiempo documental y poético; su sentido de la composición es tan agudo como su propósito de atestiguar lo real.
Nació en la última noche del siglo XIX y murió de pulmonía en la Ciudad de México sin haber cumplido los 40 años
En 1935 las mejores películas preservaban todavía la pureza visual y la sofisticación expresiva del cine mudo. En Redes, las imágenes y la música forman una combinación tan poderosa que las pocas palabras que se dicen en ella son más bien irrelevantes. A Revueltas el amor por Stravinski y por las danzas populares de México le inspiraron un sentido rítmico fieramente corporal, que en Redes le sirve para mostrar el esfuerzo físico y la coreografía de los trabajos colectivos de los pescadores. Casi 20 años después, en Hollywood, Fred Zinnemann iba a dirigir High Noon, donde hay una claridad de blancos deslumbrados y de luz solar inflexible idéntica a la de Redes. Ahora, con la película restaurada y la música de Revueltas grabada de nuevo por el PostClassical Ensemble, su belleza visual y sonora resaltan como nunca. Dice Joseph Horowitz que es como ver una obra maestra de la pintura de la que se han limpiado siglos de mugre. El Silvestre Revueltas extenuado y desengañado de los últimos tiempos no habría imaginado una posteridad así.
Redes. Dirección de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel. Música de Silvestre Revueltas interpretada por PostClassical Ensemble. DVD. Naxos, 2016.
Artists in Exile. How Refugees From Twentieth-Century War and Revolution Transformed the American Performing Arts. Joseph Horowitz. Harper Collins, 2018.
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