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Fragmentos

Poetas y filósofos, como Keats o Wittgenstein, aseguran que la esencia de su significado radica en lo no dicho, en esas melodías no escuchadas o que están entre líneas

John Keats, dibujado por William Hilton.
John Keats, dibujado por William Hilton.

“Solo entonces, para usar los términos de Epicarnio”, escribe como colofón de su libro Fragmentos (Siruela) George Steiner (París, 1929), “la muerte en verdad se volverá una amiga, una invitada de honor incluso al rayar el alba”. El tal Epicarnio de Agra, un sabio que supuestamente vivió en el II de nuestra era, es el sosias que actúa como autoparlante del propio Steiner, el cual, a la altura de sus 87 años, y tomando como excusa el carcomido manuscrito azarosamente hallado de aquel antiguo estoico, decanta el zumo agridulce de sus propias cuitas. Con la frase antes citada, extraída del capítulo final de su breve ensayo Amiga muerte, Steiner concluye, en efecto, su enjundiosa disertación, que abarca, a vuelo de pájaro, temas existencialmente cruciales, como el azar, el amor, la maldad, la conjeturable existencia de Dios, el insidioso tema de la igualdad, el pobre rasero de la opulencia, el inexplicable arte y la indeclinable muerte. Con su verbo apasionado, su afilada prosa, su razonamiento dialéctico y su siempre abrumadora erudición, este Steiner de alta edad pasa revista a estos asuntos, a partir de los que gira nuestra atribulada vida, cuyo desazonante encanto se urde precisamente por su previsible trágico final. En cualquier caso, lo más significativo de esta deambulación histórica entre los siglos II y XXI después de Cristo, en la que Epicarnio y Steiner intercambian sus papeles, es que todo ha cambiado menos lo fundamental, porque ninguno de nuestros prodigiosos avances tecnológicos han apaciguado nuestra menesterosidad; por ejemplo: el éxito de prolongar nuestra existencia le lleva a Steiner a demandar la legalización de la eutanasia, que, si para Epicarnio era algo “natural”, ahora implica vérselas con la ley, algo odiosamente más complejo; esto es: una negociación servil.

Pero ¿qué destacar de este soterrado lamento crepuscular de Steiner, en principio, el prototipo de un optimista? En parte, como ya lo he mencionado, el descreimiento acerca del progreso de quien, inteligente, ha vivido demasiado como para conformarse con las pamplinas de la mercadotecnia, pero, sobre todo, no hasta el punto de perder el entusiasmo de emplazar la esperanza en los muchos agujeros negros de nuestro conocimiento. Así, en determinado momento, se interroga acerca de cómo escuchar el silencio, que fondea metafóricamente en el crucial y muy poco explorado “oído interno”: “Las propuestas no expresadas no son algo místico. Pensemos en los intervalos que existen en la música, en los espacios en blanco fundamentales para algunos de los poemas o pinturas más decisivos de la modernidad. Poetas y filósofos, como Keats o Wittgenstein, aseguran que la esencia de su significado radica en lo no dicho, en esas melodías no escuchadas o que están entre líneas”. En todo caso, esa “música callada” se asemeja a la imprescindible retracción creativa de quien pregunta por preguntar, de ese “pensamiento puro”, con el que la filósofa Hannah Arendt le gustaba definir el arte.

En el capítulo rimbombantemente titulado “Amistad, homicida del amor”, deja caer Steiner otra intuición fulgurante, tras contraponer, de forma radical, ambos efectos: “En el matrimonio, en vidas compartidas que surgen de un amor auténtico, el tiempo puede asentarse para transformarlo en maravillas de madurez y desprendimiento propios de la amistad, con su humor, su paciencia, su recíproca adhesión a la creatividad y la percepción”. ¿No será ciertamente en esa consumación del encuentro del otro como otro la esencia inexpresada de ese amor verdadero, del que solo se es consciente al final, precisamente cuando se ha vivido generosamente? Esta sabiduría preciosa la resumen, sobre todo, los poetas, como los españoles Juan de la Cruz: “Tened por todas las personas un amor igual y un igual olvido”, o Antonio Gamoneda: “Sé que el único canto, / el único digno de los cantos antiguos, / la única poesía, / es la que calla y aún ama este mundo, / esta soledad que enloquece y despoja”. El silencio, esa inarticulada nada musical, meros intervalos, fragmentarias inspiraciones. Un leve aliento, quizá revelador.

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