Combatiendo a los feroces tigres de papel
Al contrario que en Francia, casi nada sabemos de la peripecia política y vital de los que quedaron al margen (a veces por poco) del “arco parlamentario” a partir de 1978
Hace unos tres años me quejaba desde este mismo sillón de orejas (ya necesitado de un drástico retapizado, como su único ocupante) de la estridente ausencia de libros de memorias de líderes y militantes de los partidos de la extrema izquierda que tuvieron un papel más o menos significativo antes de y durante la Transición. Al contrario de los que habían “tocado poder” tanto en el tardofranquismo como en la democracia, que nos han ido dejando una enorme montaña bibliográfica de memorias y recuerdos de desigual interés, redactados a veces con la única intención de salvar sus a menudo poco respetables culos del juicio de la historia, o con el propósito de obtener sustanciosos e incomprensibles anticipos (ahí tienen, por ejemplo, las, en mi opinión, prescindibles memorias del señor Bono, por las que cobró de Planeta un anticipo faraónico que las ventas nunca cubrirán), casi nada sabemos de la peripecia política y vital de los que quedaron al margen (a veces por poco) del “arco parlamentario” a partir de 1978. No ha sucedido así en Francia, donde la bibliografía acerca de la extrème gauche posmayo 68 es abundante y variada (incluyendo novelas más o menosà clé, como la interesante Tigre de papel, de Olivier Rolin, publicada en España por Literatura Mondadori). Entre nosotros, el llorado Rafael Chirbes (1949-2015) se ocupó en algunas de sus novelas —En la lucha final, La larga marcha, Los viejos amigos, La caída de Madrid— de personajes (a menudo en clave autobiográfica) que habían participado en la lucha clandestina, pero al autor de Crematorio le interesaba sobre todo no lo que habían hecho o dónde lo hicieron, sino en qué habían ido a parar aquellos jóvenes militantes, qué se había hecho de sus antiguos entusiasmos y convicciones, qué había sido capaz de volverlos del revés y cambiarlos tanto. En todo caso, el tema no abunda en la bibliografía española, y la ausencia de dichas memorias o recuerdos es tan llamativa que se diría que sus protagonistas, que hace tiempo salieron de las brumas de la clandestinidad y del (plausible, pero no siempre sentido) sentimiento de culpa o de fracaso, necesitan todavía mucho más tiempo de reflexión —o de autocrítica— para poderlas poner negro sobre blanco.
Militantes
Por eso resulta aún más interesante la publicación de El grupo (Anagrama; en librerías la próxima semana), de Ana Puértolas (Pamplona, 1945), un libro nada fácil de clasificar —aunque se publica en una colección de narrativa, la autora y el editor han evitado incluir en los paratextos de cubierta el término “novela”—, a caballo entre la autobiografía política ficcionalizada, el testimonio histórico y, en menor grado, la autocrítica (y, tal vez, la purga) personal. En todo caso, a Puértolas no le han faltado ni habilidad ni oficio para dirigir su mirada a una época y a una concepción de la lucha revolucionaria de la que, con sus luces y sus muchas sombras, ella fue también protagonista. El grupo —sí: el mismo título que la estupenda novela “generacional” de Mary McCarthy— se estructura en la simétrica alternancia de capítulos narrativos con apéndices estrictamente documentales. En los primeros se cuenta la evolución política y personal y la actividad de un reducido número de jóvenes marxistas-leninistas (“prochinos”), en general de origen burgués y formación universitaria, desde 1964 (cuando ya era un hecho la ruptura del comunismo chino con los “revisionistas” y “social imperialistas” soviéticos, y en Europa estaban proliferando los grupúsculos maoístas) hasta 1974, en vísperas del final de la dictadura contra la que, con grandes dosis de generosidad personal y (frecuente) dogmatismo habían combatido desde la clandestinidad. Una década “prodigiosa” en la que tuvieron lugar, al menos en los países “desarrollados”, espectaculares transformaciones sociales —revolución sexual, liberación de la mujer, acceso de las clases trabajadoras al consumo de masas—, y en la que la historia política internacional y doméstica (aquí inmersa en la grisura represiva y dictatorial del último franquismo) fue pródiga en conflictos, luchas revolucionarias y represiones de toda índole. Puértolas, que conoce muy bien el terreno (retrospectivo) que pisa y, por tanto, sabe de lo que habla, sigue la trayectoria de un grupo más o menos ficcionalizado de militantes y responsables políticos a lo largo de las luchas de esos años, poniendo en relación el contexto político con las trayectorias personales de unos personajes que, sin ser retratos, muestran rasgos reconocibles e intercambiables con los de los (entonces) jóvenes revolucionarios que la autora ha tomado como modelo. Lo mejor del libro desde el punto de vista literario es, precisamente, lo que a menudo queda oculto o sepultado por un excesivo didactismo en el empeño de mostrar, en la parte narrativa del libro, todos los ángulos del contexto histórico y político: la transformación moral y personal de los personajes a lo largo del relato, algo que sólo está parcialmente conseguido en el caso de Marta, probablemente el más autobiográfico de todos ellos. Es ella, por ejemplo, quien formula en el capítulo 7 del libro la más explícita autocrítica del dogmatismo y del sectarismo (aunque sin masoquismos: “No es cosa de darse ahora de latigazos por lo hecho y dicho”) de aquellos militantes que se enfrentaron a su manera con “tigres de papel” que —ay— han resistido mucho más de lo que creía Mao Zedong en 1946, cuando formuló uno de sus más repetidos mantras revolucionarios; unos militantes que, en aras de la disciplina y del centralismo democrático, a menudo debían esperar los “informes de la dirección” para tener opinión propia sobre un acontecimiento y actuar en consecuencia (como ocurre, por ejemplo, en el caso del desconcierto ante el triunfo de la Unidad Popular de Allende o ante la caída del fascismo portugués). Una historia indudablemente generacional que no dejará indiferente a ninguno de los que entonces iban a asaltar los cielos y que puede enseñar cosas (a veces por el lado negativo) a muchos de los que ahora también lo pretenden.
Cuántos
En la Red (véase la web de la Population Reference Bureau) se afirma que la suma de todos los seres humanos que han nacido en este planeta, desde que los primeros homínidos se irguieron en las praderas africanas hasta hoy, se acercaría a los 100.000 millones (¡glup!). En todo caso, si desean leer un libro —ameno, breve, informado, fiable— sobre cómo nos las hemos arreglado para llegar hasta aquí, cuando la población mundial se acerca a los 8.000 millones (una cifra que volvería tarumba a Malthus), no se pierdan Un largo viaje, del célebre demógrafo italiano Massimo Livi Bacci, que acaba de publicar Pasado y Presente. De nada.
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