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Gainsbourg: la trepidante vida del gran crápula

A los 25 años de su muerte ve la luz la primera biografía española del músico y autor de ‘Je t’aime moi non plus’. Francia le recuerda con un alud de libros y discos

Diego A. Manrique
Serge Gainsbourg, en una imagen tomada en 1984 en París.
Serge Gainsbourg, en una imagen tomada en 1984 en París.PHILIPPE WOJAZER (AFP)

El 2 de marzo se cumplirán los 25 años sin Gainsbourg. Cifra tan redonda no pasará inadvertida: la industria cultural nos está inundando con discos, DVD y libros sobre Serge. Atención especial merece la primera biografía escrita en España, Gainsbourg: elefantes rosas (Expediciones Polares), de Felipe Cabrerizo.

Toda una novedad: aquí se conoce más al personaje que al artista. En España apenas se publicaron discos de Gainsbourg cuando estaba vivo. Fue una consecuencia del giro anglófilo impuesto por las radiofórmulas, que negó el oxígeno al pop francés (¡y de otros países!). Pero en San Sebastián, ciudad natal de Cabrerizo, se mantuvieron algunos vínculos musicales con el país vecino: era posible sintonizar los canales de la TV francesa, que siempre tenían un hueco para Serge.

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Su recuperación internacional obedece al cambio de paradigmas ocurrido en los años noventa. Del rockismo, con su énfasis en la autenticidad, se saltó a una actitud más hedonista, tolerante ante la comercialidad. Eso incluía artistas tan desprejuiciados y flexibles como Serge Gainsbourg, que tuvo además una vida asombrosa.

De formación clásica, Gainsbourg supo aplicar diferentes envoltorios a su talento literario. Fue un chansonnier con querencias jazzísticas hasta que se retiró del directo y se recicló en proveedor industrial de repertorio para vocalistas ye-yés. Bajo su nombre, recurriendo a estudios y músicos londinenses, desarrolló un pop suntuoso. Luego llegarían tanto el reggae como los discos chirriantes hechos en Nueva York.

Libre de compromisos estilísticos, Gainsbourg generó una producción inmensa y proteica, que Cabrerizo resume en veinte apretadas páginas de discografía. Aparte de los discos propios, tuteló la carrera musical de su querida Jane Birkin. Como mercenario, aceptaba prácticamente todos los encargos que le venían. Y eso incluyó numerosas bandas sonoras; ejerció también de actor y, a partir de 1976, como realizador de cine y publicidad.

No colaboró con los grandes directores franceses de su generación. Pudo hacer canciones para la danesa Anna Karina, que fue esposa de Godard, y ser defendido por François Truffaut, pero nunca coincidió en tareas creativas con la élite de la Nouvelle Vague; prefería participar en un cine más comercial, con realizadores de manga ancha, que le permitían colocar canciones estridentemente gainsbourgianas.

Asunto peliagudo son los créditos. Gainsbourg insistía en firmar exclusivamente todo lo que salía bajo su nombre, aunque llevara las huellas dactilares de otras personas. Cabrerizo narra sus sucesivos desencuentros con los extraordinarios arregladores a su servicio: Alain Goraguer, Michel Colombier, Jean-Claude Vannier, Jean-Pierre Sabar. El problema no era económico —la sociedad de autores, SACEM, tenía instrucciones de repartir al 50% en los temas hechos a medias— sino de reconocimiento como artista total.

Necesitaba hacerse notar. Entre los muchos diálogos que Cabrerizo transcribe está su participación en el programa literario Apostrophes, en 1986. Ante la pregunta de Bernard Pivot, aseguró que la canción es un arte menor. Se revolvió escandalizado otro de los invitados, Guy Béart, y Gainsbourg le insultó gravemente. Béart se reprimió una acusación devastadora, sobre su gusto por la rapiña: él mismo le regaló un elepé del músico nigeriano Olatunji, del que Gainsbourg fusiló tres temas para Gainsbourg percussions, en 1964.

Se suelen disculpar los plagios de Serge —frecuentemente, de partituras clásicas— alegando su desordenada vida en los setenta y los ochenta. Cierto que su conversión en truculenta figura pública supuso un paulatino olvido del control de calidad pero aquello venía de lejos. Le resultaba fácil componer: abundan las anécdotas de trabajos rematados en una noche, justo antes de entrar en el estudio. Y administraba inteligentemente sus hallazgos: la sinuosa Je t’aime… moi non plus, grabada inicialmente por Brigitte Bardot en 1967 e inmortalizada en compañía de Jane Birkin dos años después, tenía su origen musical en Scéne de bal 1, del score para una película mayormente olvidada, Les coeurs verts (1966).

Novedades de todo calibre

Entre las novedades sobre Gainsbourg hay tomos autorizados por la familia (Gainsbourg, le génie sinon rien, de Christophe Marchand-Kiss) o estudios puntuales (La Marseillaise de Serge Gainsbourg. Anatomie d'un scandale, de Laurent Balandras). Con cinco CD, la reedición ampliada de Le cinema de Serge Gainsbourg recuerda su paleta sonora y sus canciones supremas (Requiem pour un con, Dieu fumeur de Havanes) en películas menores. También sale el doble DVD D'autres nouvelles des étoiles.

Sus poderes como letrista eran pasmosos. Había evidenciado su aliento poético con la chanson; la producción posterior se distingue por dominar la jerga, la predisposición a integrar el inglés, el gusto por las onomatopeyas, la capacidad para partir palabras. Cuando se pasó al pop, lo presentó como prostitución (“al menos, yo escojo a mis clientes”) pero lo cierto es que se benefició de enorme libertad y presupuestos generosos.

Como estrella del pop, resultó atípica. Por ejemplo, hizo varias canciones contra las drogas, antes incluso de que, en Katmandú, probara el potente hachís local y terminara requiriendo atención médica. Luego, reñiría a sus amigos que usaban cocaína y sufriría con la adición a la heroína de su última novia, Bambou.

Sin embargo, fue esa generación la que le dio vidilla. El grupo Bijou le devolvió a los escenarios. Triunfó entre los jóvenes a partir de 1979, un poco en el papel de tío calavera. Ajeno a las batallas políticas, se transformó en objetivo de la extrema derecha cuando grabó La marsellesa en reggae; un articulista de Le Figaro le acusa de alentar el antisemitismo con semejantes “provocaciones”.

Su arrojo frente a los exmilitares que acudían a reventar sus conciertos, la evocación de los peligros que vivió como niño judío durante la ocupación nazi… la polémica sacó lo mejor de Gainsbourg. Por eso duele su posterior ocaso. La década final se ensució con alborotos mediáticos, pasotes bochornosos, obras de baja tensión artística. Resulta de agradecer que Felipe Cabrerizo, seguidor fiel, no esquive esta penosa decadencia en Elefantes rosas.

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