Hablar de comida es de mal gusto
Cuando en 1941 Bertolt Brecht, de cuya muerte se cumplen seis décadas este año, se instaló en Estados Unidos huyendo de los nazis, la frase que más le tocó oír fue: “Deletree su nombre”. Los que le conocían recordaron siempre la cura de humildad que aquellas tres palabras supusieron para un autor razonablemente famoso en el ámbito de la lengua alemana. “Para ganarme el pan, cada mañana / voy al mercado donde se compran mentiras. / Lleno de esperanza, / me pongo a la cola de los vendedores”, anotó en un poema titulado Hollywood. Fue, no obstante, en el exilio californiano donde reescribió Vida de Galileo, compuesta originalmente en 1938. La retomaría por tercera vez en 1955, un año antes de morir y 10 después de que Estados Unidos lanzara la bomba atómica sobre Hiroshima.
Esta última versión es la que puede verse en el Teatro Valle-Inclán de Madrid dirigida por Ernesto Caballero y con Ramón Fontseré en el papel del científico pisano, un torrente de genio empeñado en un “programa de estudios” que sirve tanto para aquellos que pensaban que Aristóteles lo sabía todo como para aquellos que piensan que todo lo sabe Google: “La verdad es hija del tiempo y no de la autoridad. Nuestra ignorancia es infinita, ¡disminuyámosla en un milímetro cubico! ¿Por qué querer ser ahora tan listos cuando, por fin, podríamos ser un poco menos tontos?”.
En la Vida de Galileo americana el papel principal fue interpretado por Charles Laughton y Brecht solucionó el trasvase de lengua recurriendo, cómo no, al teatro: dado que él no sabía demasiado inglés y su par estadounidense apenas sabía alemán tuvieron que tirar de oficio para salir del paso, es decir, tradujeron los gestos. Por suerte para el espectador actual, Caballero utiliza la traducción de Miguel Sáenz. Y donde dice espectador vale decir lector, porque piezas como La ópera de cuatro cuartos, Madre Coraje y sus hijos o El círculo de tiza caucasiano mantienen leídas toda su carga dramática, política y filosófica. Y todo su terrible humor. Eso convierte en una mina el volumen de Teatro completo (Cátedra) en el que Sáenz reunió todas las obras publicadas por Alianza en bolsillo.
Aquellos libritos inolvidables tuvieron en la misma colección un complemento perfecto: el tomo de Canciones y poemas de Brecht versionados por Jesús López Pacheco —un grande de la literatura social de posguerra— a partir de —otra vez cuatro manos— la traducción literal de Vicente Romano. En esa selección siguen clásicos como Malos tiempos para la lírica o Canción de la buena gente, un poema optimista para tiempos oscuros que sostiene que la buena gente es aquella que nos hace reír cuando comete un error. ¿Por qué? “Porque si ponen una piedra en el lugar equivocado, / vemos, al mirarla, / el lugar verdadero”. Durante años, la poesía de Brecht fue relegada al limbo de la antipoesía por demasiado terrenal, una piedra en el lugar que no toca. Él mismo lo advirtió en otros versos: hay quien ve de mal gusto que se hable del hambre en un poema; suelen ser los que ya han comido.
Babelia
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