¿Desesperanza? No: desorientación
La crisis económica, ideológica y política se ha llevado por delante lo que parecía inmutable Los pensadores se debaten entre la demolición y atisbar algo nuevo
Zygmunt Bauman habla de sociedad líquida; Daniel Innerarity se refiere al magma social como un flujo sin dirección reconocible, con un electorado fluido, voluble, impredecible; Manuel Cruz describe el presente con la palabra vértigo; Peter Mair prefiere “incertidumbre”; Josep Fontana sostiene que no sabemos cómo será el futuro, aunque nada volverá a ser como era; para Christian Laval y Pierre Dardot la crisis afecta a la propia noción de razón. Hay coincidencias: carecemos de elementos para orientarnos. La crisis es económica, pero alcanza a los valores, a las formas de vida. Para decirlo con Innerarity, la crisis es económica, ideológica y política: todo tiene que ser revisado. Otro asunto es que estemos en condiciones de hacerlo.
La Ilustración propuso valores con voluntad universal forjados durante dos siglos. Tras la Segunda Guerra Mundial la mayoría confiaba en que un mundo mejor era posible, señalan Fontana, Laval y Dardot. Esa esperanza quebró en los ochenta y se desmoronó casi por completo a partir de 2008. Pero la palabra clave no es desesperanza sino desorientación. Cambia lo que parecía inmutable. Los pensadores reparten su trabajo entre la demolición y la voluntad de atisbar algo nuevo. Mientras, se instalan en la provisionalidad. Como dice Innerarity, a mitad de camino entre un “ya no” y un “todavía no”. En una sociedad líquida, imprevisible. Un presente, sugiere Cruz, que “ya no queda adecuadamente descrito con los planteamientos heredados”.
Peter Mair percibe una crisis de la visión tradicional del tiempo. Coincide, en parte, con el filósofo italiano Giacomo Marramao. La falta de confianza en el progreso (un valor ilustrado que parecía inmutable) arruina el largo plazo. Eso es perceptible, cree Mair, en el cortoplacismo con el que actúan los partidos políticos. Mientras los físicos asumen las consecuencias de un tiempo no lineal, los hombres empiezan a acostumbrarse a un presente perpetuo carente de futuro. Sin horizonte.
En los movimientos de protesta que proliferan con el frío de la crisis predomina el rechazo. Tienen, dice Manuel Castells, la virtud de abrir el debate, sin terminar de formular una alternativa. Eso queda para los partidos. Pero, ¡ay!, también estos están en crisis porque las dudas afectan al sistema de representación. La democracia representativa se basa en que los representados confían en sus representantes y hoy los ciudadanos perciben y rechazan “la alianza entre la clase política y el poder financiero”. El resultado es la crisis (una más) de confianza y la exigencia de transparencia. Una demanda que, señala Byung-Chul Han, sólo muestra la desconfianza. “La transparencia que se exige a los políticos es cualquier cosa menos una demanda política. Sirve para escandalizar. No es la demanda de un ciudadano comprometido, sino de un espectador pasivo”, dice.
La confianza, limitada y revocable, escribe Innerarity, es la base de la democracia. Pero su esencia es que el Gobierno es siempre provisional y puede ser cambiado por quienes se le oponen. La democracia implica la oposición, es decir, que no hay un bien común. Otro valor ilustrado liquidado por la crisis. Si hubiera un bien común, bastaría con establecer en qué consiste para decidir. Para la derecha, apunta Innerarity, eso es cosa de “expertos”; la izquierda tiende a dar por buenas las aportaciones de la multitud. Pero no hay bien común: la política es armonización de conflictos, cesión y pacto. La democracia es pura insatisfacción frente al paraíso prometido. El vendaval ha barrido las referencias. “A lo largo del siglo pasado nos hemos dedicado a anunciar la muerte de casi todo: desfilaron por el tanatorio intelectual realidades tan dispares como las ideologías, Dios, el sujeto, las naciones, el progreso, la historia misma (…), la izquierda y la derecha”, dice Innerarity. Algún enterrador acostumbra a cerrar la necrológica confesando que él mismo no se encuentra demasiado bien en ese instante.
Los grupos de protesta, explica Castells, tienen la virtud de abrir el debate sin dar una alternativa
La disolución de la derecha y de la izquierda lleva de una sociedad basada en el discurso a una basada en el espectáculo. Los políticos exhiben su vida privada como forma de sepultar el debate político. Se pasa de la democracia de los partidos a la democracia de la audiencia (Innerarity) o del teatro, dice Mair, quien habla de “mercado electoral”. Incluso la educación se degrada: “Empezó con un impulso igualitario y ha evolucionado a formación para el mercado laboral”, dice Axel Honneth, pero añade que es posible construir otro panorama. Se trata de recuperar el discurso. La decisión se toma tras un debate en el que los individuos se relacionan entre sí como iguales. Pero esa igualdad, explica Marramao, ya no es la del siglo XVIII. Hablar de la igualdad de todos oculta diferencias: de género, culturales, de creencias. Marramao recuerda a Olympe de Gouges (1748-1793), guillotinada por defender los derechos de la mujer, lo que suponía cuestionar el universalismo de la declaración de los derechos del hombre.
Se diría que vivimos tiempos de indigencia en la abundancia, pero no todo son lamentos, que, sostiene Cruz, “esconden algo parecido a una añoranza de la utopía”. Hay también intentos de un discurso positivo: Honneth, Marramao o Victoria Camps, cuando distingue entre interés general e interés económico. Y, sobre todo, la propuesta de Laval y Dardot de superar lo que ellos llaman el “cosmocapitalismo”. Si para Innerarity una de las tareas pendientes de la izquierda es asumir la globalización (que incluye la pérdida de soberanía de los Estados), Laval y Dardot defienden recuperar el valor de lo común. El texto final de su último libro se abre con una cita de Hegel que es un canto de esperanza: “La frivolidad, el aburrimiento que invaden todo lo que todavía subsiste, el presentimiento vago de algo desconocido, son los signos que anuncian algo distinto que está en marcha”. Sea lo que sea, no está escrito.
La política en tiempos de indignación. Daniel Innerarity. Prólogo de Josep Ramoneda. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2015. 358 páginas. 19,50 euros.
Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental. Peter Mair. Traducción de María Hernández. Alianza Editorial. Madrid, 2015. 176 páginas. 18,50 euros.
Hacerse cargo. Por una responsabilidad fuerte y unas identidades débiles. Manuel Cruz. Gedisa. Barcelona, 2015 (segunda edición). 192 páginas. 17,90 euros.
Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Christian Laval y Pierre Dardot. Traducción de Alfonso Díez. Gedisa. Barcelona, 2015. 672 páginas. 24,90 euros.
La economía desenmascarada. Steve Keen. Introducción de Joaquín Estefanía. Traducción de Álvaro G. Ormaechea. Capitán Swing. Madrid, 2015. 776 páginas. 28,50 euros.
Reducción y combate del animal humano. Víctor Gómez Pin. Ariel. Barcelona, 2014. 172 páginas, 19,90 euros.
El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática. Axel Honneth. Traducción de Graciela Calderón. Katz Editores. Madrid, 2014. 446 páginas. 25 euros.
La sociedad de la transparencia. Byung-Chul Han. Traducción de Raúl Gabas. Herder. Barcelona, 2014. 96 páginas. 12,90 euros (digital, 8,99).
Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era de Internet. Manuel Castells. Alianza. Madrid, 2012. 296 páginas. 18 euros.
El gobierno de las emociones. Victoria Camps. Herder. Barcelona, 2011. 336 páginas. 23,90 euros.
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