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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La belleza no se puede resumir

'El último día de Terranova', de Manuel Rivas, busca la complicidad de los que ven la literatura como arte bello

Juan Cruz
Manuel Rivas, escritor y periodista, en la playa de Orzán (A Coruña).
Manuel Rivas, escritor y periodista, en la playa de Orzán (A Coruña).ÓSCAR CORRAL

Es imposible resumir la belleza. En el caso de la literatura de Manuel Rivas, la belleza es el lenguaje, la capacidad de construcción verbal, compleja y sutil, con la que edifica piezas memorables cuyas metáforas tienen los pies en el suelo, pero que gracias a ese estilo suyo que convoca la poesía y los sueños se convierten en historias que vuelan como las mariposas o como las palomas nobles.

De hecho, la literatura de Manuel Rivas, que es una poética sobre la realidad, está llena de animales hermosos, de aves singulares, de una manada de caballos salvajes que a él le sirven para darle velocidad y tierra a ese territorio de agua con el que se cubren tanto sus libros narrativos como sus poemas. Su raigambre es la historia, y en concreto la historia de los dramas de España o del mundo, pero su manera de narrar no busca la complicidad de los que sienten como él, sino de todos aquellos que buscan que la literatura sea un arte bello. Es un escritor singular, cuya distinción, como ocurre con uno de sus maestros, John Berger, se basa en su exigencia: ni una palabra sobra, ninguna palabra o símbolo carece de sentido, y este sentido jamás resulta propio de la pereza con la que a veces la literatura disfraza sus carencias. Escribe, en este libro también, como si arañara la tierra, pero lo que obtiene de su pesquisa no es solamente el latido de la tierra, o de los hombres, sino la prolongación de la ansiedad con la que se acerca a la belleza. Es un poeta, y lo es todo el rato, mientras escribe o dice; acaso porque su alma está atravesada por el conocimiento minucioso de las dificultades de vivir y no propende a simular lo que ni ha padecido ni siente. En eso se distingue y en eso distingue sus libros: en la autenticidad, no porque la proclame sino porque resulta evidente, no ha de subrayarse.

En la narración de la realidad parece imprescindible caer en tópicos, en lugares comunes que buscan el aplauso o el acuerdo, sobre todo en un universo que ahora mide la importancia de lo que se escribe o lo que se dice por la frecuencia con que resulta comunicado o tuiteado; en esto caemos los periodistas muchísimo, y caemos los que hacemos columnas, pues para lograr el aplauso parece haber manuales. No es que él huya como alma que lleva el diablo de esas tentaciones tan usuales en la literatura (o en el periodismo de opinión) de testimonio: es que no está dotado para caer en esas circunstancias que envejecen la literatura hasta convertirla en panfleto o en objeto de usar y divulgar, que es una manera elegante de tirar al tacho de las basuras historias hermosas que devienen en relatos banales, supuestamente comprometidos con la realidad.

En este caso de su último libro, El último día de Terranova (Alfaguara), Rivas aborda un hecho cierto y real, la desaparición paulatina de las librerías como centros culturales de enorme importancia en la sociedad en la que vivimos; resumida así, la sugerencia del asunto (e incluso de la metáfora que lo sustenta) remite a testimonios circunstanciales que darían de sí reportajes, crónicas o editoriales, o panfletos, a los que ni la etiqueta literatura salvaría de la ruina en la que recaen las metáforas previsibles. Del mismo modo que en su memorable La lengua de las mariposas es su habilidad poética la que convierte un testimonio durísimo sobre el odio en la Guerra Civil en una metáfora sutil y bella sobre la inmoralidad de la guerra (y del odio), en esta novela, El último día de Terranova, Manuel Rivas fabrica un enorme poema emocionante que parece sacado de la entraña de su propio dolor o de su misma experiencia. Él ama los libros, pero no es librero; él no tiene las características circunstanciales o reales de cada uno de los protagonistas de su libro, pero aquí está el Rivas de su poesía, el joven poeta rilkeano y rimbaudiano de sus primeros versos y de sus más íntimos tormentos, provocando a su alma de ciudadano y a la vez a su alma de escritor para narrar un drama de nuestro tiempo con el vuelo que exige la belleza de la literatura.

El libro ocurre en Galicia, pero sobre todo pasa en el alma de los hombres; en este caso, de los que pierden el sustento de la cultura que está en los libros. Lo que podría ser un drama familiar de nuestro tiempo pasa a ser, en la escritura del poeta Rivas, otra metáfora con la que el escritor de Monte Alto va surcando el arte de narrar.

Ese drama de nuestro tiempo, el final de las librerías, o del prestigio de los libros, es el fracaso de la cultura; pero, como queda dicho, explicado así ese hecho del que son testigos los medios y las personas se convierte en una circunstancia, en una línea con la que en Twitter quedarías muy bien ante los previsibles seguidores de la demagogia (buena o mala, como el colesterol) que nos espera en esos tejemanejes enredados. El compromiso de Rivas está claro, ha pagado por ello (como cuando lo insultaron por ponerse al frente de Nunca mais cuando la Costa da Morte se llenó de petróleo) y lo expresa en sus artículos y en sus presencias públicas. Pero aquí, repito, es el poeta, el hombre que rebusca en la vida para convertir en belleza lo que toca, como si fuera un ser sumergido más allá de donde él mismo pudiera llegar: se hace buzo de la vida, va al más allá, donde los versos son aire verdadero, alas de sus animales misteriosos.

Leí el libro viajando a México, en una larga noche que se hizo también de día; cuando lo acabé, en medio del océano y de la alegría de haber leído una obra tan hermosa, abordé El viento ligero en Parma (Sextopiso), una espléndida colección de artículos de Enrique Vila-Matas, que iba a ser coronado con el premio FIL en Guadalajara. Ahí encontré esta cita de Juan Benet, que el autor de Bartleby y compañía dedica a su amigo y colega Antonio Tabucchi. Decía así Benet, y pensé que iba en la dirección de lo que sentí leyendo el libro de Rivas: “El arte literario es tan idóneo para hacer la revolución como el cuplé patriótico para enardecer un país y ganar una guerra en ultramar. Son cosas que rara vez casan: la literatura, por tener un estatus propio, tiene su propia moral que no tiene por qué coincidir con el deber social, más general o más específico, impuesto por el momento histórico; tiene su propia constitución, su propia historia y su propia revolución que lleva a cabo”.

El arte de Rivas consiste en contar y decir sin que el ruido de lo que sucede, o de lo que le preocupa de lo que sucede, marque el ritmo interior de su narración. Eso es así porque jamás renuncia a la complejidad de la literatura en favor de que esta sea simple reflejo de lo que está pasando. Su libro es una obra de arte. Señala el drama, el librero va a ser desahuciado, él y los suyos, una compleja familia que hereda su patrimonio, su actitud y su ánimo, saben lo que significa la librería, como eslabón crucial de sus vidas y de sus ideas. Pero en esa familia (como en el libro) conviven la ficción absoluta, las pesadillas y los sueños, y nadie está libre, en cada una de las biografías que aquí sobresalen, de sus respectivas historias, pero todas tienen un significado que enriquece la propia realidad, la prolongan hasta los extremos que exige el arte. Y todas esas vidas son suculentas, poéticas e increíbles, como las leyendas que sustentan gran parte de los libros de Manuel Rivas y que son parientes de invenciones que resultan legendarias en literaturas de otros gallegos ilustres, como Torrente, Cunqueiro, Casares o Valle-Inclán.

No solo hay, en esta narrativa crucial en la obra completa del escritor, relato de ese mundo interior de los personajes que transitan por la librería y sus aledaños, sino que por esas puertas entran también la modernidad, la música, el extranjero, las referencias visuales, culturales o tecnológicas que hoy marcan el ritmo del mundo, hasta la guadaña mortal, en forma de desahucio, que halla en desamparo la vida y, en este caso concreto, la librería de Fontana, el hombre que preserva su tesoro con la pasión de un héroe.

Es un libro lleno de vida y de literatura. Un referente de su estilo es Pedro Páramo, el memorable relato de Juan Rulfo, que es también una visita a un mundo que se va, a esa sombra que es a la vez pesadilla y sueño. Pedro Páramo “está escrito con levadura. Lo dejas una noche y fermenta. Se llena de cosas nuevas”. Eso se lee en El último día de Terranova. Debo decir que así pasó con este libro de Rivas: lo dejé reposar después de la noche, que se hizo de día, en el viaje a México. Al amanecer me preguntaron de qué iba esa maravilla, cuando conté que me había iluminado la vida de lector en esas horas. Lo que dije fue eso que queda dicho desde el título: La belleza no se puede resumir.

Léanlo, no se lo pierdan. No solo trata de una librería que quieren cerrar. Es una metáfora de la vida que quieren cerrar. Y es vida pura, pura alegría, como ese libro titulado así de Muñoz Molina, como La lluvia amarilla de Llamazares, como El balcón en invierno de Landero. Como aquella lengua de las mariposas… Una generación literaria española rebuscando en la realidad para transmitir desde ella esa levadura que por otros medios logró Rulfo en su legendario Pedro Páramo.

El último día de Terranova, de Manuel Rivas, publicado por Alfaguara, se presenta el 9 de diciembre de 2015, a las 19.30, en la Librería Alberti (Calle Tutor, 55, Madrid), en una conversación del autor con la librera Lola Larumbe.

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