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Tiritando bajo el polvo

'El público', la obra más intensa, valiente y difícil de García Lorca, vuelve a escena de la mano de Àlex Rigola

Marcos Ordóñez
Irene Escolar, durante la representación de 'El Público'.
Irene Escolar, durante la representación de 'El Público'.Ros Ribas

El público echa de nuevo a andar. ¿“Pieza irrepresentable”, “poema para ser silbado”, como lo definió el propio Lorca? ¿Auto sacramental en clave surrealista o, según Rafael Martínez Nadal, “drama radicalmente nuevo, de ideas y pasiones abstractas”? Y en palabras de Ricardo Gullón, “la proclamación del derecho a decir lo indecible, sin máscaras”. Lo indecible sobre el amor, sobre el sexo, siempre atravesado por una aguja, sobre el teatro: el teatro bajo la arena, el teatro de las verdades ocultas, al otro lado del espejo, para desvelar los espléndidos muslos y la sonrisa de la calavera. “Todo teatro sale de las humedades confinadas”, dice Enrique, el maestro de ceremonias, “todo teatro verdadero tiene un profundo hedor de luna pasada”.

¿Qué le falta a El público de Rigola? Algo más de temblor, algo más de miedo, más imágenes que nos hagan volar

Un teatro más oscuro y fosforescente que Comedia sin título o Así que pasen cinco años, con versos bellos pero herméticos como las palabras de un ritual extraterrestre (en el planeta Dune, aquí a la vuelta) o los conjuros en la Logia Negra de Twin Peaks, donde el mal desbocado tenía, recordemos, los dientes y la melena de un caballo en una sala de estar. Inquietante preludio: hay un túnel con fotos como exvotos, y vigilantes de las encrucijadas, con el rostro borrado, casi asfixiado por una tela negra, como Federico interpretando a la muerte en La Barraca. Dentro, Max Glaenzel ha levantado su escenografía onírica, mitad cabaret galáctico, mitad otro lado de la luna, con tiras plateadas formando una cortina en semicírculo, y una colina de tierra calcinada, todo bañado por la luz azul de Carlos Marqueríe. En una gramola invisible tiembla una copla de preguerra. En un lateral, como desde una balsa, entre icebergs, tocan Nao Albet, David Boceta, Nacho Vera y David Luque, y canta, turbio y aterciopelado, Pep Tosar, engarzando El bayón de Ana, Las hojas muertas, These Foolish Things. Tosar es un actor con muchas funciones memorables, El señor Sommer, Revés, El mestre i Margarida, Molts records per Ivanov, y aquí interpreta a Enrique, un papelazo, pero algo pasa porque me parece insólitamente desganado, cansino, con pausas muy largas; al Director le suceden muchas cosas, pero no todas me llegan, como si hablara desde muy lejos, hasta el tercio final, en el careo con el Prestidigitador, donde su trastorno se me hace cercano y verdadero.

Ahora suena una trompeta bajo la luz de araña. Pasad, pasad, caballitos míos, tuyos, vuestros, Wild (and White) Horses, quizá los símbolos más claros, el deseo (desnudo a ojos de Rigola) y en doble circulación, con un cambio respecto al texto: dos hombres y una mujer, Nao Albet, Guillermo Weickert, Laia Duran. Está clara su potencia, pero es ambigua la dirección de su galope: probablemente, vaya sorpresa, troten hacia la muerte, hacia lo oscuro. Me fijo en el impecable Nao Albet, caballo reflexivo y sobrio, Albet que firma esa banda sonora llena de ecos y luego tendrá un vibrante mano a mano con Irene Escolar, y nos regalará una estremecedora canción del Pastor Bobo convertida en balada cósmica. Tres caballos (y luego el caballo negro), y luego tres hombres con chaquetas azules en torno al Director. Muy bien David Boceta, Pau Roca, Jesús Barranco, aunque tal vez tengan más fulgor (y más texto) los dos primeros, Boceta interpretando a Gonzalo, el Hombre 1, quizás el más apersonado, con una formidable mezcla de vulnerabilidad y fuerza, que alcanzará la cima cuando encarne al crístico Desnudo Rojo, y Pau Roca, cada día más intenso y claro, culminante también en el pasaje del ruiseñor, con Julieta recién salida del sepulcro.

El público es una pieza de constantes mutaciones. Enrique y Gonzalo, el Director y el Hombre 1, de repente son sus dobles adolescentes, Cascabeles (Jorge Varandela) y Pámpanos (Jaime Lorente): no me convence esa escena, una de las más hermosas del texto, con la belleza y la violencia de la Oda a Walt Whitman. No pongo en cuestión la entrega de los actores, pero me parecieron algo faltos de técnica y de lo más arduo: incandescencia. Voces impostadas, demasiado grito, aire de ejercicio. Tampoco brilla (estamos en la zona pantanosa) la Elena de María Herranz, que tiene un pasaje breve e intenso y a mi juicio no lo apura, no le echa convicción. Está muy bien David Luque, el hosco Centurión y luego el enfermero, entre amenazador y doliente, del Desnudo Rojo: tengo sensaciones cruzadas con los conejos de Duracel (cosa de Rigola) que forman su centuria. Muy bien la sangre y los bates, pero ahí rozamos el chiste. De igual modo, la voz del Emperador (Carlota Ferrer), ausente y poderosa, está un poquito al borde de Darth Vader. Hablando de conejismos, me parece mucho más impactante la imagen de los personajes que de repente irrumpen, lentos, inmemoriales, cubiertos de pieles, como miembros de una tribu shakespeariana ante el muro de los Siete Reinos.

Y aquí llega Irene Escolar, impresionante de principio a fin. La gama y los matices de su Julieta son una lección de teatro, voz y gesto de auténtica tragedia, aterrada, sonámbula, suplicante, apasionada, amazona (“¡Nadie a través de mí! ¡Yo a través de vosotros!”) y víctima, y luego la Estudiante 3 en una escena dificilísima, óptimamente montada y servida (ahí relumbran todos, con fuerza y claridad: Albet, Varandela, Lorente, Barranco, Roca, Weickert, Herranz, Laia Duran, que, por cierto, menudas danzas se marca), y como madre de Gonzalo, quebrada por el dolor, casi escapada de los seis personajes pirandellianos.

Aún no he hablado de Juan Codina, que recita muy bien el texto del Caballo Negro (con algún deje engolado, un tanto retórico), y pisa fortísimo como Prestidigitador, con ecos, a mis oídos, de la malignidad de Walter Vidarte en el montaje de Pasqual y la elegancia y el cimbreo verbal de Al Víctor en La marquesa Rosalinda de Alfredo Arias. ¿Qué le falta a El público de Rigola? A mis ojos, algo más de temblor, algo más de miedo, más imágenes que nos hagan volar. Pero su trabajo es un empeño alto, ambicioso y arriesgado, que desconcertará a los amantes de mensajes de cartilla y arrebatará a quien se deje llevar por la poesía nocturna y turbulenta de Lorca.

El público. Dirección: Àlex Rigola. Intérpretes: Irene Escolar, Pep Tosar y Nao Albet, entre otros. Teatro de La Abadía. Madrid. Hasta el 29 de noviembre.

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