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En portada / Entrevista

“Mi herencia es la incertidumbre”

A sus 90 años, Andrea Camilleri conserva intactos sus ideales de izquierdas y muestra un escepticismo radical hacia la política

Vídeo: Kicca Tommasi / Jaime López

Hace 10 años, cuando cumplió 80, el escritor italiano Andrea Camilleri (Porto Empedocle, Sicilia, 1925) pensó que tal vez la muerte o las brumas del alzhéimer ya no estaban tan lejos y escribió de un tirón la última entrega de la serie sobre el comisario de policía Salvo Montalbano. Se la envió a su editor con la orden de que la metiera en un cajón hasta que los cansancios de la vejez, la muerte o la desmemoria pusieran fin a una carrera literaria tan tardía —empezó a escribir a los 53 años— como prolífica y exitosa. Afortunadamente, Andrea Camilleri sigue imaginando historias, conversando con su lucidez de siempre y fumando como un carretero. Su único freno es un glaucoma: “Estoy al borde del abismo de la ceguera, ya, en vez de escribir, dicto”. Dentro de unos días se publica en España su libro Donne (Mujeres).

PREGUNTA. ¿Y no le ha causado problemas escribir sobre las mujeres de su vida?

RESPUESTA. ¿Usted lo dice por las reac­ciones familiares?

P. Sí, claro.

R. No, ja, ja, ja. De todo ha pasado ya más de 30 años. ¡Todo ha caído en prescripción!

P. Me ha llamado la atención que la novia de Montalbano se llame Ingrid por una aventura suya en Suecia…

R. Ja, ja, ja. Se lo puse en recuerdo de aquel día, que por mi culpa bajó la tasa de virilidad de los latinos, ja, ja, ja. Sí, fue así. Al final de un curso que impartí en Copenhague sobre Pirandello, me dejé tentar por aquella belleza sueca que me llevó a su casa, me presentó a su padre, a su madre, que por cierto era más joven que yo, y luego me llevó a su habitación. Le aseguro que empecé a sentirme mal y la empresa resultó imposible, ja, ja, ja. Fue triste, divertido, incluso cómico. Pero cuando tuve que ponerle un nombre a la amiga extranjera del comisario Montalbano, elegí el nombre de Ingrid en homenaje a la libertad de aquella joven sueca.

La dignidad del hombre es el trabajo. Cuando despiden con tanta facilidad a uno de 50 o 55 años lo insultan, lo humillan"

P. ¿Cuál ha sido la mujer más importante de su vida?

R. Se lo digo sin ninguna retórica. La mujer más importante de mi vida ha sido mi esposa. Porque, en el mundo en el que vivimos, alcanzar como hemos alcanzando el pasado mes de abril 58 años de matrimonio alguna cosa debe significar. Digamos que el 80% de todo esto es debido a la parte femenina, a la que empieza con el amor y se convierte en paciencia infinita, atención, cuidado, complicidad… Y después tenga usted presente que, cuando empecé a escribir y todavía ahora, era ella la primera lectora de lo que escribo, y que su juicio para mí es importantísimo. Si ella encontraba que cualquier página no estaba escrita bien, yo la reescribía. Ella ha sido siempre lúcida y casi despiadada. Temía más su opinión que la de los críticos. Si esta no ha sido la mujer más importante de mi vida, no veo cuál puede ser.

P. Acaba de cumplir 90 años. Cuando mira para atrás, ¿cuál es su mayor satisfacción?

R. La satisfacción mayor es la vida misma. Pero no deja de sorprenderme el hecho de haber sido capaz de tener una familia, hijos, nietos, bisnietos… Yo pensaba que no iba a tener la capacidad de comprender una familia, de hacerla, de afrontar las dificultades. Y, por esto, mi mayor éxito es el hecho de haber logrado vivir como todos los demás y de vivir sentimentalmente, emotivamente, bien. Esto lo considero una gran satisfacción. Otra es haber conseguido ganarme el pan haciendo siempre trabajos que me gustaban. Porque pienso que una de las cosas más tristes sea aquella de ganarse la vida haciendo aquello que no te apetece. En cambio, yo me despertaba por la mañana e iba a trabajar con la alegría de hacer aquello que debía hacer.

P. Ahora son muchísimas las personas que o no tienen trabajo o se ven abocadas a un trabajo precario que además no les satisface…

R. Yo veo que cada día preocupa menos la dignidad del trabajo. Y esto lo encuentro gravísimo. Porque la dignidad del hombre es el trabajo. Su trabajo. Cuando despiden con tanta facilidad a un hombre de 50 o 55 años lo insultan, lo humillan. Dejar sin trabajo a un hombre es infligirle una humillación. Tanto es verdad que los pequeñísimos industriales del norte de Italia, aquellos que venían de la clase obrera y que han conseguido una pequeña empresa, se han suicidado cuando sus compañías entraban en crisis. Ellos sabían perfectamente la humillación que significaría despedir a los trabajadores porque ellos mismos lo habían sido. Esto es gravísimo, pero nadie medita sobre eso…

Andrea Camilleri, en su casa de Roma.
Andrea Camilleri, en su casa de Roma.Kicca Tommasi

P. ¿Es por eso por lo que usted sigue siendo fiel a sus ideas comunistas?

R. Mis ideas políticas ya no son realizables. Porque han fracasado en todos sitios, como es evidente. Pero yo continúo siendo fiel a aquel ideal que es el de dar a todos la misma base de partida. Digo, madre mía, he vivido tanto, he luchado políticamente, y estoy dejando en herencia a mis nietos y a mis bisnietos la incertidumbre absoluta sobre su futuro. Yo me despertaba mejor. Yo por la mañana me levantaba sabiendo que tenía un trabajo, que además, como le decía antes, me gustaba, y la jornada ya tenía un color particular. Pero si te despiertas y sabes que no tienes trabajo y que es dificilísimo encontrarlo, tan complicado casi como ganar a la lotería, entonces la perspectiva de tristeza es terrible. Son ya bravos estos jóvenes por no cometer actos de desesperación. Se ve que la vida es más fuerte que toda esta situación desgraciada.

P. Una desesperación que va más allá de un sector de la población —los jóvenes sin futuro, los parados mayores— y afecta a países enteros de Europa. Fíjese Grecia…

R. Lo que le han hecho a Grecia yo lo considero un matricidio, es matar a la propia madre. Toda nuestra cultura nace de allí. Pido al menos un poco de respeto. Aunque ellos también hayan cometido errores enormes, siempre hay que ser un poco indulgente con la propia madre. ¿O no? Y todo viene del nuevo concepto de Europa, que casi se limita a una cuestión económica. Los grandes europeístas que hemos conocido, incluso Adenauer, tenían otro concepto de Europa. Hace falta repasar cuáles eran aquellos ideales comunes. No tan solo el de poner junto el dinero. Porque razonar en exclusiva sobre la economía te lleva, como ha sucedido, al matricidio.

P. Le veo muy desengañado con la política europea. ¿También con la italiana?

R. La sigo cada vez menos. Lo que veo no me gusta. Me parece incluso feo decir que son hombres políticos. Porque ya no lo son. A mí me enseñaron que la política es el arte del compromiso. Muy bien. Yo ahora veo el compromiso sin arte, que es otra cosa. Para mí es inconcebible que el secretario de un partido que es también el jefe del Gobierno [Matteo Renzi] firme un pacto con un personaje que ha sido presidente del Consejo de Ministros y que ni siquiera es senador porque lo expulsaron tras ser condenado por estafa al fisco [Silvio Berlusconi]. Que Renzi haya firmado un acuerdo sobre la revisión constitucional de Italia con este hombre es degradante. Yo, en estas condiciones, no voto. Yo siempre he votado a la izquierda, pero en estas circunstancias ya no puedo votar y seguir en paz con mi conciencia.

Lo que le han hecho a Grecia lo considero un matricidio, es matar a la propia madre. Nuestra cultura nace de allí"

P. ¿Dónde está la izquierda?

R. Eso, ¿dónde está? Si en Italia se consiguieran unir los jirones de una verdadera izquierda, sería importantísimo, fundamental. Porque si la izquierda se retira como un tsunami y deja un vacío grande, puede ser cubierto peligrosamente fuera del arco constitucional, y entonces empiezan los grandes riesgos sociales. Antiguamente, los extremismos se definían como las enfermedades infantiles del comunismo, pero desgraciadamente no son enfermedades infantiles. Cuando estallan lo hacen de una manera muy peligrosa. ¿Se escandaliza si fumo?

A sus 90 años recién estrenados, Andrea Camilleri sigue fiel al vicio del tabaco, solo que ahora se ve obligado a buscar a tientas la cajetilla y el encendedor que una de sus hijas le ha dejado en la mesa de la biblioteca. La última vez que nos vimos, hace ahora año y medio, aún podía leer algo y escribir tres horas al día gracias a las letras grandes del ordenador. Ya no puede.

P. ¿Cómo se las apaña?

R. No tengo más remedio que dictar y, claro, no es lo mismo. Cuando escribes, de la frase que acabas de escribir nace otra. Cuando dictas, aquello que apenas has dicho se pierde en el aire.

P. ¿Y se enfada con esta situación?

R. No, enfadarme no. Me dificulta las cosas. Ya no tengo ritmo de escritura y le tengo que pedir a la pobre Valentina [su asistente] que me lea cuatro veces aquello que he dictado. Pero tengo 90 años, no es que… Me puedo dar por contento.

P. Decía Tolstói que la mayor sorpresa en la vida de un hombre es la vejez. ¿También lo fue para usted?

R. No, la vejez no me sorprendió. De hecho, no tuve ninguna crisis que mis amigos sí tuvieron, por ejemplo, al inicio de la falta de la virilidad, o cuando los escalones se iban convirtiendo en más altos. Yo siempre me lo esperé. Sí experimenté la sorpresa, esta sí, de descubrir que en mi tarjeta estaba escrito que tendría una vida muy larga. Porque de joven estaba siempre enfermo, de cualquier cosa, y me había convencido de que jamás iba a llegar al año 2000…

La vejez no me sorprendió. No tuve ninguna crisis que mis amigos sí tuvieron, por ejemplo, al inicio de la falta de la virilidad"

P. Déjeme que le pregunte finalmente por una circunstancia curiosa de su trayectoria. Usted no ha escrito sobre la Mafia, pero, si no me equivoco, cuando era muy joven se entrevistó con el mafioso Nicola Gentile y escribió su historia… ¿Por qué aquella vez sí y desde entonces nunca más?

R. Sí, es auténtica la historia de mi encuentro con Nicola Gentile. Su discurso era el de los viejos mafiosos. No es que la vieja Mafia fuese menos sanguinaria que la de Totò Riina, pero tenía sus normas. Reglas terroríficas, pero reglas que observaban. Es un discurso interesante. Gentile decía: si yo le disparo es porque usted no me ha obedecido, y por tanto usted muere, pero la derrota es mía, porque no he logrado convencerlo. Para la vieja Mafia, el asesinato era la consecuencia de un rechazo. La nueva, en cambio, disparaba para lograr que ninguno la rechazara. Se trataba casi del disparo preventivo. Pero no es por eso por lo que yo no volví a escribir de la Mafia.

P. ¿Por qué entonces?

R. Porque tuve la oportunidad de cono­cer a dos o tres mafiosos y tenían la fascinación de la simpatía. No eran ni mucho menos personas siniestras. Había que estar atento para no sentir simpatía.

P. O sea, que tenía miedo a…

R. Sí, tenía miedo de hacer aparecer a los mafiosos como héroes simpáticos. Si usted mira El Padrino y ve la gigantesca interpretación de Marlon Brando, usted se olvida de que es un asesino. Lo olvida. Aquel es un asesino que ordena homici­dios, pero se le mira con fascinación. Ese es el riesgo. Yo temía caer en el mismo error involuntario en el que cayó Leonardo Sciascia cuando escribió Il giorno della civetta y retrató al personaje simpático de don Mariano. Yo no quería eso.

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